El día amaneció radiante sobre Puerto Capitalis. La reina Loila II daba de comer a las ardillas en los jardines de la Casa-Palacio, poniendo cuidado de que alguna la mordiera, pues no todas las ardillas eran mansas y algunas hasta llegaban a ser traicioneras. Blasón de la Costa, en otra zona del jardín, regaba sus rosas rojas, les cortaba las espinas y supervisaba que los nuevos capullos crecieran igual de blandos y sedosos que como los que él había cultivado todos estos años. En eso estaba cuando, inesperadamente, un líquido pastoso y pestilente cayó desde el cielo e impactó de lleno en toda su oreja izquierda; comprobó que eran excrementos y, alzando su vista, observó que provenían del grupo de gaviotas que revoloteaba cada día sobre la Casa-Palacio. Se limpió el detritus con un pañuelo bordado que llevaba en un bolsillo, sin dejar de oír los graznidos de aquellas aves que parecieran estar riéndose burlonamente de su maliciosa travesura. Él se tomó unos instantes y, cuando le pareció que las gaviotas estaban confiadas, se sacó el trabuco que guardaba en su muslera y le disparó un tiro a la que tenía más cerca, que se desequilibró en el aire, desplumada por el roce de la bala. La gaviota cayó en barrena contra el suelo de la Calle Mayor, justo a los pies de Jeisi-Ká Lengua de León, que estaba de visita en la isla con motivo del Día de la Diosa de Isla Seca. Aquel gavioto le resultaba familiar; comprobó que tenía una anilla en una pata, y en ella leyó las iniciales inscritas: F. E., y entre paréntesis (Generalísimo). Suspiró resignada y musitó: <<Se veía venir>>.
La reina Loila había pedido al servicio de palacio que para este día dispusieran para ella el Carruaje Real, tirado por seis cabras y un camello, para ir de romería al Templo de la Gran Diosa de Isla Seca, en la Sagrada Vega del Río, pues quería aprovechar el recorrido hasta aquel lugar para comprobar el avance de sus obras en este primer año de reinado. Blasón pidió acompañarla en el viaje. Ella aceptó, pero no sentándolo a su lado, sino en otra carroza que mandó a montar para él, tirada por cuatro cochinos y un burro, con la idea de que el pueblo tuviera claro quién era la reina y quién el virrey. Las carrozas, eso sí, irían en paralelo para poder comunicarse durante el trayecto.
La comitiva real emprendió su largo camino:
-Veo a muchos súbditos sin asear y pasando sed- observó la Reina.
-Sigue habiendo cortes de agua por toda la isla, Majestad, pero he enviado heraldos a los pueblos para que informen de que ahora esos cortes no son debidos a cañerías rotas, sino por las obras de construcción de la futura Gran Desaladora Real- le justificó el virrey.
-¿Y toda esa gente viviendo en carretas, apelotonadas en cuartos y hasta durmiendo en los bancos de los caminos?- inquirió ella, de nuevo.
-Pues porque no hay morada pa’ tanta gente- replicó Blasón -Pero esas son obligaciones de los reinos locales y del Gobierno de las Hespérides, no de vuesa merced. Relájese un pizco, señora.
-Por cierto, los miembros de la Corte han de aprobar la renovación del Plan para ordenar el territorio de Isla Seca (POTIS)- le recordó la Reina.
-Lamento hacerle saber, Majestad, que los documentos se dejaron caducar-
-Pero… ¡eso son 6 millones de majoreuros! ¿¡perdidos para siempre!? ¡Como la plebe se entere nos manda a degollar!-
-Cierto, mi Reina. Y habrá que gastar otros 6 millones y esperar cuatro años para aprobarlo. Pero he dicho que eso fue por culpa de Serguei del Sur-
-Me están entrando fatigas. No me cuentes más en lo que queda de romería-
-Lo comprendo, Majestad. Descuídese-
Al llegar al Templo de la Gran Diosa de Isla Seca, Loila II se arrodilló ante ella y le confesó: <<Vaya peñazo de reinado, Señora>>
Cuando, avanzada la noche, la reina retornó a la Casa-Palacio, agotada por el duro día, y se dirigía a sus aposentos, vio una figura fantasmal, una especie de dama vestida de blanco que levitaba y vagaba sin rumbo por los fríos pasillos; era Árgueda de Montelargo, cuyo espíritu se negaba a marcharse de los salones reales.