OPINIÓN. «La raíz», por Violeta Chacón

Hace unos días me enfrenté a un cajón. Uno de esos en los que una va metiendo papeles “para después”. Estoy segura de que todos tenemos este tipo de cajón en nuestra casa; es más, puedo pensar que incluso tenemos más de uno. El tiempo y los papeles se van alargando hasta que casi no cierra la maldita gaveta, y ahí ya no queda otra cosa que arremangarse y meterse en faena.

Recibos del banco. Alguna carta que no sabemos en qué momento llegó, pero desde luego lo hizo en uno bien inoportuno. El recibo del arreglo del termo. El presupuesto de la sustitución de una persiana. La póliza de la funeraria… Ya sabes a qué tipo de contenido me refiero. En medio de todos esos papeles encontré una hoja escrita con máquina de escribir Olivetti eléctrica. Lo sé porque la escribí yo, o eso creo (igual viene alguno de mis hermanos a contradecirme, que no sé la de ustedes, pero la parte de mi cabeza que almacena recuerdos no solo almacena, sino que crea a su gusto también), allá por el año 98. En dicha hoja lo que había escrito era mi árbol genealógico remontándose a siete generaciones de mi rama paterna.

La escribí yo, bueno, la transcribí yo o eso quiero recordar, de un papelito a mano que trajo mi padre después de haberse reunido a hablar del tema (sigo suponiendo) con su Tío Luis y mi Tío Juan, que eran las tres personas de la rama familiar que más ocupados estaban en estudiar la genealogía. Supongo que en aquel momento en que pasamos a limpio nuestra línea familiar andaba yo ocupada en otros menesteres, como seguir leyendo apuntes de mecánica de fluidos, y no le presté demasiada atención. En cuanto lo leí con detenimiento descubrí con asombro que se repiten nombres y apellidos: Chacón, Pérez, Peña…

Si hago una media de que la generación anterior tenía entre 25 y 30 años en tener a la siguiente, y partiendo de la fecha de nacimiento de mi abuelo Silvestre, me remonto ahí a casi el año 1750. Y entonces siento que la raíz esa que me imagino que sale de mis pies (como me dicen las profes de meditación o yoga) se hace enorme y larga y me deja completamente anclada a esta tierra.

Ahora que está tan de moda coger la maleta porque “somos ciudadanos del mundo”, puedo ponerme en cualquier parte que se me antoje y en dos días comprarme un trozo de tierra donde llegue, porque mi cartera está más gorda que las de los pobladores de a donde llego; y a los tres días ya digo que es que soy de allí, de ese cacho de tierra al que acabo de llegar. O también encuentro con frecuencia el mensaje de que “yo es que siento que esta es mi tierra porque en otra vida viví aquí”.

Yo no tengo forma de sentir nada de esto que oigo últimamente, porque es que ya ves cómo es mi raíz. No sé si he tenido otras vidas o si he sido pulga o cuervo en otra tierra; de momento estoy aquí y parece que todos los que hicieron posible que esto se diera, estaban aquí desde hace 300 años.

Algunas de esas personas que están en mi árbol genealógico las tengo localizadas porque las conocí o porque me han hablado mucho de ellas. Otras me son completamente ajenas y, sin embargo, de ahí vengo. Gentes que se asentaron en el norte, entre El Cotillo y El Roque, donde seguimos estando. Que un día tuvieron que coger la maleta porque aquí no había casi forma de alimentarse, porque no quedaba otra, pero aquí volvieron. La tierra tira, no sabes cuánto. Aquí se quedaron y aquí seguimos atrincherados y agarrados a la tierra como garrapatas, porque en estos días todo amenaza con sacarnos a patadas de nuestras piedras.