OPINIÓN. «Septiembre huele a gomas Milan», por Alejandro Jorge

Comienzo este artículo haciendo alusión a uno de esos temas que he esbozado en otras ocasiones, relativo al poder que tiene la memoria olfativa en los recuerdos felices o no de nuestras vidas. Con ello, me refiero a esa memoria que es capaz de transportarnos a los aromas clásicos que descubrimos y exploramos en personas, lugares o momentos que giran en torno a nuestro pasado y que son capaces de conducirte a cualquier etapa de tu vida. Sin embargo, esa connotación emocional que provoca la memoria olfativa, esa que podríamos calificar como la memoria más primitiva del ser humano, es única y personal, consiguiendo en ocasiones llegar a despertar distintos sentimientos y emociones que pueden ser positivos o negativos en función de las vivencias con las que están relacionadas. Dependiendo de cada persona, sus circunstancias y sus vivencias, los distintos momentos que navegan por nuestra existencia, a modo de estaciones, meses e, incluso, días pueden llegar a evocarnos olores familiares que activan nuestra memoria hasta conseguir hacernos viajar a los recuerdos más emotivos en forma de aromas que podemos calificar como inolvidables. Y bajo la luz de este prisma, inmersos como estamos en el mes de septiembre, ese que por excelencia está marcado en el calendario por el comienzo del curso académico y por la asunción consciente y temporal de nuevos propósitos, renace la memoria olfativa y viajera de mis recuerdos a través de un puñado de lápices, rotuladores y gomas, cuyo “estreno”, en ocasiones, consigue despertar momentos únicos de permanencia en la escuela o en el instituto. En mi caso, este tipo de recuerdos llega inesperadamente cuando alguna de mis hijas, en este caso “A”, la más pequeña, me enseña el contenido de su maleta para el “insti”, como el que exhibe un verdadero tesoro, en la que guarda gomas, lápices, bolígrafos o “colores”, cuyo olor, a la apertura de la cremallera, me hace volar a épocas pretéritas. Para mí, ese instante, inmerso en un halo especial, arriba a mi memoria como un hecho revelado que no puede ocultar esos ojillos vidriosos y escrutadores de una de mis niñas, los cuales me siguen relatando inconscientemente el comienzo de una nueva etapa llena de ilusión y desafíos. Y así, con el estuche ordenado, un juego de reglas heredado, un nuevo compás y unas cuantas libretas, mi hija comienza el instituto acompañada de ese material escolar clásico que se manifiesta como un auténtico superviviente del tsunami digital que parece arrasarlo todo. A partir de ese instante despierta mi propio niño EGB, ese que recuerda sus primeros años escolares en el Colegio del Charco, llamado “Grupo escolar Primo de Rivera”, para pasar tiempo después al San José de Calasanz y, finalmente y de forma alternativa, al instituto “nuevo” y “viejo”, tal como los denominábamos en aquella época. Y como otros momentos que llegan a mi memoria de forma inesperada e influida por el paso del tiempo, los ya lejanos años de escuela e “insti” revuelven mi disco duro de la infancia hasta encontrar un significado en dichos recuerdos, los cuales son proyectados por los olores tan característicos e inconfundibles como el que despierta las gomas Milan, las cuales sigo guardando en el cajón de los lápices como parte de los pensamientos que traslado y borro del papel en el que escribo. “El olor reside la misma esencia del alma, lo impregna todo de una forma pertinaz y tiene la capacidad de abrir las puertas del inconsciente, desde las que se cuelan las escenas más amables y las más dolorosas”. Mercedes Pinto Maldonado (Cartas a una extraña).