OPINIÓN. «Volver a ser un niño», por Alejo Soler

Me gusta pensar que muchos adultos seguimos guardando en nuestro interior ese niño que fuimos y que en algunas ocasiones seguimos siendo cuando las circunstancias nos empujan a dialogar con nuestro propio yo y su capacidad de afrontar los retos de la vida presente, los cuales están marcados por el devenir del paso del tiempo. Y es que ese niño interior, el cual solemos en ocasiones sacar a pasear en las situaciones diversas de la vida, se descubre ante nosotros en forma de emociones, pensamientos y sentimientos que se ven inundados, en la mayor parte de las ocasiones, por los recuerdos de nuestra infancia. Desde luego, no todo fue o es felicidad y, como la memoria es selectiva, no se me ocurriría en este artículo escribir sobre la necesidad o no que puedan tener algunos de sanar ese niño interior, de reconciliación con nuestro pasado o de la búsqueda de equilibrio y paz como posible camino de curación. Este es un tema complejo, del que creo que se necesita un mayor espacio que el que pueda ofrecer una hoja en blanco. Sin embargo, trataré de arañar el cajón de mi memoria haciendo un ejercicio retrospectivo de búsqueda de esos momentos de felicidad que me hacen viajar a ese niño que tal vez fui y en algunas ocasiones sigo siendo. Quizás, el hecho de tener hijos ayude a revivir esos momentos de una manera más fácil, aunque creo que no es una condición exclusiva. En este sentido, sigo creyendo que uno de los rasgos que nos define como especie es nuestra capacidad para el recuerdo y su forma de volcarlos en el devenir de las cosas que dan sentido a nuestras vidas, siendo el pensamiento, como primera forma de la memoria, el elemento más democrático y libre de nuestra propia existencia. Pero en fin, dejando un poco a un lado estas reflexiones, quisiera centrarme en este artículo, en aquellos pensamientos, muchas veces fugaces, que son capaces de trasladarnos a esas primeras etapas de nuestra vida. Y qué mejor manera de hacer dicho ejercicio memorístico que viajar a nuestra propia infancia y a aquellos momentos en los que, dependiendo de las fechas establecidas de forma especial en nuestro propio calendario, recibimos algún presente de aquellos cuya intención era hacernos más felices en esos mágicos instantes. Sin duda, este acto generoso de obsequiar cobra más sentido durante la infancia, esa etapa de descubrimiento y creatividad, donde jugar, como derecho indispensable de cada niña y niño, es una verdadera válvula de escape en donde se mezclan las emociones, inclinaciones y habilidades. Todos aquellos que tienen hijas, sobrinas, nietas, primas o amigas hemos podido sentir algo más que emociones cuando vemos el brillo en los ojos, espejo de la felicidad, de aquellos que se ven obsequiados por algo más que un objeto material. Creo que ese momento, que ojalá pudiera parar el tiempo, es único y capaz de hacernos sentir niños, al menos por un instante, y si no, traten de mirar al pasado y descubrir lo que sentíamos en noches como la de reyes, cumpleaños u otros momentos especiales. Creo que cuando recordamos esos instantes, revive nuestro propio Peter Pan, que en algunos casos sigue estando muy vivo en muchos actos de la vida diaria. La edad no debe ser un impedimento para seguir jugando y disfrutando como un niño con todo aquello que nos hizo alguna vez felices y estoy seguro nos puede seguir haciéndonos. Cuando nos sentamos con nuestras hijas e hijos a jugar con sus juguetes, a saltar o bailar de forma divertida y desinhibida, en definitiva a liberarnos de los corsés de la edad, como si volviéramos a ser niños, estamos no solo contribuyendo a su felicidad, sino también a la nuestra propia. La creatividad y la imaginación compartida son un refugio que nos puede ayudar a lidiar con un mundo cada vez más complejo. Existen juguetes u objetos recibidos en nuestra niñez que incluso nosotros mismos desearemos conservar para la memoria y el recuerdo. “Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”. El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry.