Este año subo al quinto piso, me faltaba decirlo por aquí. Quiero decir que este octubre cumpliré cincuenta años. Y lo voy a seguir diciendo porque hubo un momento entre los veinte y los treinta en que dudé seriamente de que este hecho aconteciera.
Todavía está por verse, que todo puede pasar, pero vamos, ninguna intención tengo de quedarme por el camino entre hoy y octubre. Dios me guarde. También ha llegado el momento en el que las abuelas que siempre te decían “Dios te guarde”, pues ya no están. Tendrá que bendecirse una misma, digo yo.
La cuestión es que en este punto ando yo reflexiva. Estoy yendo atrás y adelante entre los recuerdos que tengo en la memoria y también sobre cómo he ido cambiando con los años.
Me descubro ahora con gustos y apetencias que en décadas anteriores rechazaba totalmente. Por poner un ejemplo, tengo un recuerdo de un almuerzo en La Marisma, en la primera que existió. Si voy hilando lo que recuerdo puedo armar la historia completa.
Era septiembre, allá por el 1991-1992. Estaba de visita una prima de mi padre. Hija de un tío que se fue a Venezuela. Ella conservaba todo lo de la canaria emigrada. En Venezuela nació, se casó y tuvo una hija. Los tres reunieron lo suficiente para al menos venir de visita una vez. Recuerdo que era septiembre porque se unieron a la romería de la Virgen de La Peña. Unos días más tarde, en una de esas excursiones que se les da a los parientes que vienen de visita, fue cuando fuimos a La Marisma. Tuvo que ser entre semana porque mi madre no vino, así que supongo que estaría trabajando en la tienda. Mis hermanos tampoco: probablemente mi hermana la más chica o no habría nacido aún o estaría bebé; mi hermana la del medio, también sería una niña pequeña; y mi hermano estaría en ese momento de socializar poco y nadar mucho. Total, que de casa fuimos mi padre y yo. Aparte de los tres parientes emigrados, estaba también mi tío Juan y una de sus hijas.
Recuerdo que nos sentamos a comer y nos dieron las cartas. En ese momento, mi prima se me acercó y me dijo al oído: verás que mi padre pide potaje. Y así fue, conforme el camarero se nos acercó para cantar lo que había fuera de carta, mi tío le preguntó qué potaje tenía. “De berros”, le contestó el camarero. “Pues yo quiero un plato y pescado frito de segundo”.
Mi prima y yo nos reímos por lo bajo. Con mucha arrogancia y muy pocas luces; no entendíamos que saliéramos a comer a un restaurante y que, pudiendo elegir cualquier cosa, se eligiera potaje. El potaje era el precio que había que pagar para comerse el segundo plato en casa.
Le trajeron el potaje a mi tío con un platito al lado con gofio y recuerdo que lo saboreó cucharada a cucharada.
Hoy, lo entiendo. Lo entiendo totalmente. ¿Hay algo mejor que un buen plato de cuchara? Uno con todo su sabor y sus condimentos. Con la verdura bien guisada, su refrito y su majado, y si encima se le echó un hueso de algo o una costilla de cerdo, insuperable. Un plato de cuchara te abriga por dentro y da igual que haga frío o calor. El potaje debería ser siempre un indispensable en la mesa, dentro o fuera de tu casa.
Y hoy es raro el restaurante que te ofrece un buen plato de cuchara, no digamos un potaje. Hoy tienes carrilleras con chocolate y vino, guisadas en olla lenta, o french toast en pan brioche con aguacate y reducción de Pedro Ximenez casi en cualquier sitio de la Isla. Pero, ¿dónde quedó el plato de asadura o el mojo hervido o el potaje de chícharos?
Se fueron con las fotos que no sacamos, como cantaba Benito.