Mi hermana Aceysele acaba de cumplir años y me parece motivo suficiente para traerla aquí hoy y declararla “Mujer de mi vida”.
Recuerdo su nacimiento entre el frío, la emoción, los nervios y la expectación. Yo tenía 8 años y pensar que tendríamos un bebé en casa me parecía el mejor regalo. Era una bebé gordita y bastante tranquila. Fue dejando ver su carácter según fue creciendo.
La barrera de los años hizo que nuestras vidas tuvieran pocos puntos en común y mucho de su adolescencia me lo perdí, porque yo ya no estaba en casa. Aún así, para mí fue todo un descubrimiento. Entre el asombro y la admiración, fui testigo de una niña que se iba convirtiendo en joven que cuestionaba todo o casi todo. No se conformaba con lo que le decían, hasta que ella misma llegaba a su propio razonamiento. Creo que esa época fue la que más distantes estábamos: la edad y esa especie de insubordinación que le veía siempre me alejaban de ella. En ese momento empezó a hacerle ojitos a la música.
Tengo un recuerdo muy claro y emocionante de una actuación de la Rondalla de Tetir, de la que ella formaba parte, en el Auditorio Alfredo Kraus. En aquella actuación me di cuenta de que mi hermana mediana ya era una joven casi adulta, que se atrevía a un montón de cosas, como irse sola a cualquier parte del mundo, cogerse un coche y hacer los kilómetros que hagan falta para llegar a algo interesante que ver o que aprender.
Así ha seguido siendo, y yo he tenido que dejar el papel de mamá segundona para ponerme a su lado y mirarla de igual a igual, admirándola en cada cosa que hace. Tiene un don para la música que por fin está explotando y compartiendo con el mundo.
De pequeña recuerdo el drama que se convertía la hora del almuerzo. Llegaba del colegio, cansada y acalorada, (ella siempre tiene calor) y le esperaba un calentito plato de potaje de lentejas. Molido, por si eso ayudaba a que el trance fuera menos traumático. Recuerdo el: “come, Aceysele” de mamá y sus resoplidos mareando el puré. De pronto le entraba como la furia y la prisa por acabar con aquella tortura, aguantaba la respiración y con rapidez se terminaba el plato. Era una niña “repunante para comer”, como le decían antes.
Ahora me doy cuenta de que ella, como en casi todo lo que hace, buscaba algo más. Le gusta comer, le gusta bastante. Lo que no le gusta es comer comidas calientes cuando tiene calor, ni tampoco le gusta la monotonía de los mismos platos.
La relaciono con las lentejas compuestas, de las que le guardo tuppers cuando las hago. Yo, para hacer estas lentejas, las pongo en remojo la noche antes. Hago un sofrito de cebolla, pimiento rojo, puerro y un tallo de apio. Todo cortado finito y hecho al fuego sin prisa. Cuando la cebolla está transparente, le añado comino y un buen chorizo cortado en trozos. Después de dejarlo un rato soltando la grasita, le añado unos cuantos tomates pelados y cortados en trocitos. Dejo que se haga una especie de salsa. Finalmente añado las lentejas y el agua que las cubra. Las dejo a fuego bajo un par de horas. Ahora las hago en la olla lenta y las dejo allí unas 8 horas a fuego bajo. El resultado es espectacular.
De mi hermana Aceysele admiro su tenacidad y su mente flexible. Creo que fue ella la primera que señaló mi rigidez mental, rompiéndomela un poco tan solo con señalarla. Y me quedo con todo lo que me enseña sobre esta Isla que nos da cobijo.