Hay objetos, obras, lugares, que con el transcurrir del tiempo producen un vínculo sentimental colectivo con los seres humanos que habitan su entorno, a veces a nivel local y otras a nivel nacional o universal, y que hacen que sean valorados, defendidos y protegidos por ellos como un patrimonio común. En unos casos son maravillas arquitectónicas del mundo, como la Alhambra de Granada, la Gran Muralla China o el Cristo Redentor de Río de Janeiro. En otros, “simples” affiches publicitarios, como las vallas del Toro de Osborne o el letrero luminoso del Tío Pepe en la Puerta del Sol, que trascendieron su función comercial para convertirse en símbolos culturales socorridos y preservados. Hay infinidad de obras, menos famosas, esparcidas por todo el planeta, que han contribuido a construir la identidad propia de incontables comunidades, que han servido para tejer una red de afectos bajo su influjo cotidiano o gracias a eventos especiales, sin los cuales no sería posible ni entendible su biografía colectiva. Lugares que les han dado y siguen dando continuidad histórica y existencial con su pasado y que las proyectan también hacia el futuro. Son insignias que representan el ser y el sentir de un pueblo, en los que sus gentes se reconocen a sí mismas y que dinamizan su desarrollo social, cultural, económico… Sin duda, en ellos se fragua el espíritu, el alma compartida de una comunidad humana unida, viva y hermanada.
Fuerteventura, en su aislamiento y carencias seculares, conserva y mantiene en el presente un buen puñado de emblemas arquitectónicos, paisajísticos, gastronómicos, folclóricos: la Casa de los Coroneles, La Montaña de Tindaya, sus numerosas iglesias y ermitas, etc., que nadie discute y que hacen que Fuerteventura sea Fuerteventura, y no haya otro lugar igual en el mundo. Miles de sitios también son singulares e irrepetibles y entre todos conformamos la riqueza y la diversidad cultural que atesora la Humanidad.
Un tipo concreto de lugar, junto a los anteriores, que también puede llegar a trascender y alcanzar con el tiempo esa significación vital para un pueblo, son los espacios que devienen en centros dinamizadores de su vida social y cultural; puntos de encuentro sencillos en los que confluyen las relaciones, los afectos, las celebraciones, la memoria viva de una comunidad. Y eso es lo que ha ocurrido en nuestra pequeña y modesta capital con el Kiosko de la Iglesia estos últimos sesenta años.
Las autoridades eclesiásticas de la Diócesis Canariense quizás desconozcan el valor social que tiene El Kiosko, y por esos somos muchos los que apelamos a que sean sensibles a lo que supone su pérdida para nosotros y reconsideren su decisión de cerrarlo. E igual que tanto creyentes como no creyentes defendemos la conservación con nuestros impuestos de iglesias, conventos y obras artísticas porque trascienden lo estrictamente religioso y los consideramos patrimonio a conservar y disfrutar por parte de todos, también es justo que los representantes eclesiásticos den el mismo valor a lugares como El Kiosko, ubicado en la plaza de su propiedad, y que sigan contribuyendo con su acuerdo a su uso como lugar de encuentro, como acertadamente han hecho todas estas décadas pasadas.
La necesidad de que El Kiosko permanezca no es solo por ese valor y significado pretéritos. Se hace imprescindible porque no hay una alternativa que lo sustituya: ni el arraigo ni la historia se construyen en un día, ni su ubicación céntrica y natural es sustituible. Cerrarlo es extinguir el punto de encuentro abierto, vivo e histórico de nuestra ciudad.
Reclamar El Kiosko, -esa minúscula y básica edificación-, como patrimonio social de los majoreros es totalmente defendible. Vincular esa demanda con la continuidad de su gestión por sus arrendatarios y gestores actuales está claro que es más discutible. Pero como tantos, también yo me sumo a poner en valor la labor de dinamización social, festiva y solidaria de Orlando (con el apoyo y la colaboración de muchos) en sus 31 años de trabajo, y especialmente en la última década. Él ha hecho que El Kiosko de la Iglesia represente lo que representa a día de hoy, y puede y quiere seguir haciéndolo, aportando como nadie hace a la dinamización social de los majoreros de la capital y del resto de la Isla.
Si desaparece El Kiosko, perdemos todos, incluso la Iglesia. Si sigue vivo, todos ganamos… En alegría, encuentros y memoria.