Todo empezó un sábado de septiembre al mediodía. Puerto del Rosario era un desierto fantasmal; sin gente paseando por las calles, sin mercadillos, sin música, las tiendas vacías de clientes… Solo un sol abrasador y una brisa ligera que acariciaba mi piel y sus heridas.
La Terraza de Los Paragüitas, sin embargo, estaba abierta y me senté a tomarme un quintillo. Apenas había otras tres mesas ocupadas. Cuando me estaba bebiendo el penúltimo trago mirando el mar, justo frente a mis ojos vi cómo el crucero Aida Blu se aproximaba al muelle de una forma anormal, sin control, desorientado y a una velocidad imposible para un atraque seguro. A los pocos segundos, en efecto, el crucero chocó de mala manera contra el dique. Me levanté, entre pasmado y ansioso. Los demás clientes, al oír el sonido del impacto, también se incorporaron y observaron la escena. Mar y Paco salieron de la cocina del restaurante, asombrados. Todo era silencio y no se veía ningún pasajero que saliera de aquel buque inmenso. Era como si nadie viajara en él…
Pero de repente, desde la cubierta empezaron a saltar cuerpos deformes, con ropas hechas jirones y caminando con movimientos extraños, igual que los de los muertos vivientes. Saltaban más y más desde todos los lados del barco; unos caían a plomo en el duro cemento del suelo, pero se levantaban como si nada les hubiese pasado. Otros se arrojaban al mar, nadando como si fueran peces encabritados, arrastrados por una corriente invisible hacia la orilla y ahí se erguían con la misma energía con la que se lanzaron desde el crucero.
Unos se dirigían hacia la zona de Los Pozos, otros hacia El Charco; y el grupo más fiero y salvaje, directamente hacia nosotros. Cuando vi sus rostros sangrantes, sus ojos fuera de las órbitas y las mandíbulas abiertas con colmillos de perros rabiosos deseosos de mordernos, salimos todos corriendo hacia la Explanada. Uno de los zombis se abalanzó sobre la pareja que estaba a mi lado; a él le intentó arrancar de cuajo la nariz y los labios, y a ella una oreja y la garganta.
Yo corrí hacia arriba por León y Castillo. Me perseguían a decenas cuando iba por el Juzgado y unos segundos después ya eran centenares. Poco antes de llegar a Primero de Mayo vi cómo algunos se metieron en el Ayuntamiento. Yo me escondí en un lateral del Kiosko de la Iglesia, clausurado por la Diócesis hacía algún tiempo, y desde allí comprobé cómo el resto se fue emplazando a lo largo y ancho de la peatonal. Un zombi sacó unas mazas y empezó a hacer malabarismos junto a la Casa Palacio del Cabildo, otra pareja de ellos se apostó frente a La Saranda, hinchando globos de helio para niños, un grupo de unos seis se subió a una tarima preinstalada frente al edificio abandonado de Nortysur, sacaron sus instrumentos y empezaron a cantar “El Polvorete”…
Un rato después, quienes salieron del Cabildo y del Ayuntamiento no eran aquellos personajes de The Walking Dead, sino el consejero y el edil de comercio y turismo, acompañados por los representantes del comercio local en zonas abiertas, que mientras posaban para las fotos frente a los medios de comunicación insulares, rodeados de todos los figurantes y especialistas de riesgo que hicieron de zombis, dieron las gracias por este importante e innovador acto de promoción y dinamización de la ciudad -disimulando que ya no sabían qué hacer para darle vida y viendo que nuevamente allí apenas había gente, aparte de la prensa y los zombis-. El capitán del Aida cerró el acto: “Orgulloso de colaborar with this event in this beatiful city of Muerto del Rosario”. El presidente del Cabildo y el alcalde de la capital lo miraron de reojo, intentado vislumbrar si aquello era un error idiomático o el dichoso chiste de siempre.
En ese instante me dirigí al Centro Comercial -me llevó solo tres minutos llegar a la entrada lateral-. Subí la escalinata, me abrí paso entre la muchedumbre que atestaba escaleras mecánicas y pasillos, subí a la tercera planta y me repoché en uno de los sillones antiestrés y con el frescor del aire acondicionado me quedé dormido, soñando con vivos murientes.