«Nos hemos quedado solos en el mundo. No hay ninguna especie animal que se parezca verdaderamente a la nuestra, ya que somos únicos. Un abismo nos separa en cuerpo y, sobre todo, en mente del resto de las criaturas vivientes. Ningún otro mamífero es bípedo, ninguno controla y utiliza el fuego, ninguno escribe libros, ninguno viaja por el espacio, ninguno pinta cuadros y ninguno reza» . Estas palabras del paleontólogo Juan Luis Arsuaga, contenidas en su libro El collar del neandertal (2000), nos indican la importancia que ha tenido nuestra especie en el devenir del planeta desde su origen o al menos desde el momento en que nos planteamos preguntas tales como “¿quiénes somos?”, “¿de dónde venimos?” o “¿a dónde vamos?” hace aproximadamente unos 5 millones de años; cuestiones que, por cierto, aún hoy nos seguimos planteando. El proceso evolutivo del hombre ha estado indivisiblemente unido a su relación con el medio ambiente, cuyas transformaciones y efectos han sido determinantes no solo para nuestra existencia, sino también para las del propio planeta y su degradación hasta nuestros días.
La Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 26), celebrada hace unas pocas semanas en Glasgow, la Cumbre de París o el Protocolo de Kioto de 1997 muestran las consecuencias de esa relación tortuosa que ha establecido el hombre con el medio, del que no ha querido entender que su cuidado es fundamental para el presente y futuro de nuestra especie.
En unos 50 años, la pandemia de la COVID-19 será una anécdota comparada con los efectos devastadores de la subida de temperaturas en el planeta, donde los gases de efecto invernadero podrían causar que un tercio de los habitantes de la Tierra, unos 3.500 millones de personas, tuvieran que vivir irremediablemente en un clima similar al del desierto del Sáhara. Si esto los extrapolamos a territorios tan frágiles y sensibles al cambio climático como Canarias, los efectos pueden tener unas consecuencias difícilmente imaginables. En este momento, la reducción de la temperatura en menos de 1,5º C antes del 2030 es insuficiente para atajar el cambio climático y de eso son conscientes los estados, los cuales siguen anteponiendo sus intereses económicos a la propia amenaza real que supone la no adaptación a los mínimos exigidos por la comunidad científica. Y es que no se trata de negociar, como argumentan muchos activistas climáticos, sino de actuar y cumplir con los objetivos marcados hace ya más de tres décadas. El problema del clima no se puede convertir en un mercado entre países para ver quien aporta dinero para no seguir talando árboles en el Brasil, aliviar la deuda verde de los países pobres o cumplir con la transición climática que debe llevarse a cabo en los países del sur del globo. El cambio climático es real y el compromiso para solucionarlo no se debe medir por países, sino por acuerdos multilaterales amparados en el derecho internacional que garanticen su cumplimiento, cuestión fundamental de la que depende nuestra propia existencia como especie.
Como dice el biólogo y paleontólogo José María Bermúdez de Castro en su libro Dioses y Mendigos (2021): «…nuestra mente, por muy extraordinaria que nos parezca, no ha evitado que nos encontremos ante una situación muy compleja, llena de interrogantes y problemas a los que no es sencillo dar una solución. Si fuera tan excepcional, no estaríamos con la preocupación del cambio climático en ciernes que ha provocado nuestra inteligencia, que no debe ser tan avanzada como creemos».
Premonitoria es igualmente la respuesta que dio Stephen Hawking sobre lo que pensaba sobre el cambio climático en una entrevista a TVE en el 2014 durante el Festival Internacional Starmus, celebrado en Tenerife en el 2014: «…en caso de que nuestra especie supere los próximos cien años…».