Cuando yo nací, mi abuelo Silvestre llevaba muerto 15 años. Se murió inesperadamente, después de una complicación en una intervención quirúrgica. Se fue a Gran Canaria a operarse y no volvió. Se me hace bastante duro imaginar cómo se dieron esos días entre mi familia. Sin teléfonos, sin comunicación al instante como tenemos ahora. Sé que mi padre estaba embarcado y cuando le llegó la noticia había pasado ya casi una semana del suceso.
Solo la mayor de mis primas llegó a conocerlo, si no me equivoco. Sin embargo, como buen patriarca que crio unos cuantos hijos, siempre ha estado presente.
La primera vez que lo vi en foto ya era yo medio grande, de edad (los que me conocen saben que grande yo no he sido nunca).
Mi abuelo Silvestre era un hombre alto, rubio y dicen que tenía unos ojos azules como el trozo de Atlántico que se ve desde El Cotillo. Sin duda, los ojos azules que tenemos en la familia vienen de ahí.
Conocemos de él las historias que cuentan mi padre y mis tíos. Era serio, trabajador; leía y se pasaba los días trayendo a casa a todo forastero que pasara por El Cotillo. Mi abuela Eulogia aprendió a hacer el potaje grande porque siempre había algún agregado a la mesa. Construyó una gran casa, donde dio techo a todos sus hijos y, luego, a las nueras y nietos, que no conoció.
Fue ya con casi los 40 años cuando descubrí que mi abuelo también escribía mucho. Una de mis primas me mandó una foto de mi abuelo. Sentado con mirada clara y de frente, pese a la calidad de la foto. Tiene una sonrisa a medias, que a mí siempre me ha parecido que muestra satisfacción. Parece mucho más mayor de lo que en realidad es. A su lado hay un gato. Que me da un poco de repelús, no por el gato en sí, sino porque les tengo una fobia que hace que se me erice la piel en cuanto veo uno de ellos. Yo qué sé, cada una tiene sus taras. Esta es una de las mías.
Con esa foto hay un texto. De puño y letra de mi abuelo Silvestre. Un resumen cronológico de su estado civil. Su fecha de nacimiento, con nombres y apellidos. La fecha de nacimiento de su primera mujer. La fecha de sus nupcias. También la de defunción. Y al final, la fecha del matrimonio con mi abuela. Yo no sé cuánto tiempo me pasé viendo la foto de aquel pedazo de papel con las letras de mi abuelo.
Desde que aprendí a juntar letras he tenido la costumbre, no, es más bien una necesidad, de ir dejando testimonio escrito de todo acontecimiento que se fuera dando en mi existencia y que, a priori, yo considerara digno de recordar. Hubo un tiempo en el que me imaginé que en el futuro me esperaba una especie de amnesia y era de vital importancia que todo se quedara por escrito.
Escribir para mí es importante y necesario. Desde hace años lo hago de forma diaria y, en momentos de mayor estrés mental, es vital para aclarar pensamientos. Hay cosas en las que no puedo pensar si no las escribo. Escribir es una de las acciones que forma parte de mi Manual de Supervivencia.
Muchas veces me he preguntado de dónde me venía esta pasión o esta necesidad. Después de haber visto el escrito de mi abuelo Silvestre se me despejaron todas las dudas.
No lo conocí, pero él tuvo a bien dejar su impronta en mi persona, a través del ADN. Me dejó los ojos azules y la necesidad de escribir. Es como si me hubiera dejado una herencia que solo era posible desbloquear con el tiempo. Me pregunto si de aquí a algunos años, descubriré algún que otro regalo más.