Decía García Márquez que la vida no es cómo fue, sino cómo la recuerdas. A mi me gusta agarrarme a esto porque soy plenamente consciente de que lo que recuerdo no puede haberse dado exactamente como mi cabeza lo archivó, pero que seguramente si así lo recuerdo es porque a mi cerebro le ha parecido más oportuno guardarlo de esta manera.
Lo que pasa en el cerebro es una cosa complejísima de la que apenas sabemos. Lo que tengo claro es que, de un tiempo a esta parte, mi cerebro trabaja a mi favor, que bastantes años lo tuve en contra. No sé si habrá sido cuestión de madurez, de la terapia o de la regulación química natural, pero durante la primera parte de mi existencia se convirtió en una jueza implacable que no me daba un respiro. Todo el día con exigencia pidiéndome y evaluándome de manera inflexible. Ahora somos amigas y ya no me exige de la misma manera; es más, muchos días me da la palmadita en la espalda y me celebra con un “buen trabajo”. Por eso, que me altere recuerdos, ni siquiera se lo cuestiono.
Uno de los recuerdos, que no creo que esté alterado -tendré que corroborarlo con mis hermanos-, es ver llegar a mi padre con una flor cogida de la calle, para regalársela a mi madre. Cogida de la calle me refiero a que podría ser una flor de geranio o de hibisco, de los jardines del muelle. No creo que eso confiera delito y si lo es supongo que habrá prescrito ya. La cuestión es que, por esta época, cuando dejaba el barco en el muelle, pasaba por cualquier planta de estas, arrancaba una flor y llegaba a casa con ella. Mamá la ponía en un vasito con agua y se aguantaba ahí un día o dos. Ese gesto siempre me ha hecho pensar en la importancia de regalar y en el valor de los gestos.
Regalar flores es de los actos más impactantes y a la vez más fáciles de la vida. Las flores son algo bello y efímero, te obligan a prestarles toda la atención del mundo mientras las tienes cerca, ya que tienen fecha de caducidad: las colocas en un jarrón y, da igual el trato que les des, en unos días su momento de esplendor habrá pasado.
Y esto no es solo con las flores, está en el acto de regalar. Dar con el regalo perfecto es todo un arte que se va perfeccionando con el tiempo y después de mucha práctica y ganas. Sobre todo, ganas. Regalar bien no es solo invertir el tiempo de ir y comprar lo que quiera que luego vas a envolver en un papel bonito y hasta con lazo. Un buen regalo precisa dedicar tiempo a la persona destinataria, escuchar de forma activa lo que dice y archivar en tu cabeza ciertos datos relevantes para regalar pero que se dicen de forma indirecta. Hay que ir pescando esa información. Si dedicas este tiempo a estas tres cuestiones, sin lugar a dudas vas a dar con el regalo perfecto.
No vale con escudarse en esa cuestión de que “es difícil para regalar, porque tiene de todo”. Lo que tienes que regalar es tiempo y la manera más gráfica de dar ese tiempo es materializarlo en un objeto o experiencia y envolverlo en un papel bonito.
Cuando recibes un regalo así, que mismamente pueden ser flores, te das cuenta del tiempo que el regalador invirtió en pensar qué te regalaría, el tiempo de ir a comprarlo, el tiempo de ir a entregártelo. Y fíjate bien que en ningún momento he puesto en evaluación el valor monetario del regalo. Eso carece totalmente de valor frente al valor del tiempo de dedicación. Y si no dime, ¿prefieres una flor que yo corté de la calle o un ramo de la floristería? Yo lo tengo claro.