A lo largo de la existencia, vamos escribiendo diferentes capítulos de nuestra vida enfocados en el recuerdo mismo de lo que fuimos, somos y, quizá, lo que podemos llegar a ser. La luz, muchas veces reminiscente que nos ilumina el camino andado, nos muestra como ha sido la construcción de nuestra propia persona, ayudándonos así a entender el proceso de ese puzzle vital en el que se ha convertido nuestro propio “yo”. Las vías por la que discurre nuestro proceso de autoconstrucción están marcadas por todos esos momentos insertos en sentimientos de tristeza, alegrías y amor que se van poco a poco conjugando con los hechos que vamos escribiendo en el diario de las etapas de nuestro desarrollo como individuos. Y así, con el paso del tiempo y de manera inconsciente, conseguimos entender a través del reconocimiento de nuestras propias vulnerabilidades y oportunidades cómo ha sido nuestra posición en una sociedad que no concede treguas cronológicas en nuestra transformación. Con ello, y con la intención de encontrar nuestros mejores mimbres, los cuales navegan en constante cambio, comienzan a pasar por el relato de nuestra vida diferentes personas que nos muestran, o nos enseñan, las bifurcaciones de los caminos que estamos recorriendo, contribuyendo así, de forma involuntaria, a la construcción de lo que somos. En este sentido, y dejando a un lado el papel esencial que ejerce en nuestra cimentación personal la familia, destaco en este relato propio el papel que han ejercido y ejercen las amistades que han contribuido o contribuyen a mi propio crecimiento personal. Me refiero a esas amistades que se imbrican con el tiempo regalado de forma poliédrica, las cuales se hacen tan necesarias, en función de la etapa de la vida en la que van surgiendo. Me refiero aquí, a todas esas convivencias que atraviesan el velo nublado del paso de nuestro tiempo, comenzando a llegar a nuestra vida de forma diversa. Las primeras, las de nuestra infancia, se hacen necesarias para crecer en experiencia; las de juventud, revuelven nuestra identidad voluble haciéndose adictivas; y, por último, en la edad reposada de la madurez surgen aquellas que elegimos de forma intencionada en función de nuestras necesidades afectivas. Estas tres etapas, cuyo orden puede verse alterado por el devenir de nuestra propia historia, van trazando de forma constante el mapa de nuestra experiencia y madurez gregaria.
Y llegados a este punto, a través de ese juego de palabras que te incitan los pensamientos que consigues trasladar al papel, me gustaría hacer un pequeño guiño a los amigos que han pasado por mi vida a lo largo de esas tres etapas que han contribuido a mi autoconstrucción. Por su puesto, solo haré referencia a sus nombres con iniciales a modo de juego de palabras que espero que alguno sepa reconocer. Empezaré por la más importante, por mi compañera Ar., que me ha acompañado y me sigue acompañando en los mejores y perores momentos de mi existencia, para continuar con Iv., aquel que considero como amigo de toda la vida y al que le tengo un cariño muy especial desde las primeras etapas de mi infancia. Durante mi adolescencia y juventud destaco a aquellas que me abrieron la etapa intermedia vital como Be., siempre presente en la escenografía de mis vivencias. Y así, en la actualidad, con el sosiego que dan los años, llegan en forma de torbellino, personas tan queridas como Il., transparente y real, Esc. e Ild. o Ce. y Uli,, pura energía llena de amor y risas, la calma de Gaiz y Al., hasta llegar a Ma., que consigue imbuirme en el noble arte de escuchar sobre la fragilidad de la existencia humana. Sin duda, en el fondo de mi tintero me dejo muchos atrás y espero que sepan perdonarme por ello; a todas ellas y a las presentes solo puedo decirles, ¡gracias!, por el cariño sincero y por ayudarme a comprender que la vida en compañía, es como vivir varias vidas porque… “Un buen amigo es un buen ladrón de tu tiempo”.