No creo que nadie piense de sí mismo que sea una persona maleducada. Pero las personas llegan a creerse que la educación y el respeto son relativos, fuera de los límites sociales que uno considera como propios. El respeto es, ante todo, el valor que nos permite convivir con las demás personas. Se refiere directamente a la manera como valoramos a los demás y está fundamentado en el reconocimiento de la dignidad de cada uno de nosotros, a pesar de las diferencias y particularidades.
No es servilismo, implica más bien la observación de los derechos que tienen todas las personas a ser respetadas.
Procurar el respeto al prójimo, en la medida en que uno quiere ser respetado, es el mejor síntoma de la buena educación. Porque, aunque no se forme parte del mismo grupo social, todos formamos parte de la especie humana y faltar al respeto, aunque solo sea con “malos gestos”, es la mayor muestra de la mala educación: la comunicación gestual es tan importante, e incluso más, que lo que se dice.
De este fenómeno incívico no está exento el ámbito político, sino todo lo contrario: los espacios de representación pública (Congreso de los Diputados, Senado, parlamentos autonómicos, cabildos y ayuntamientos, entre otros) se están convirtiendo en el reino de la mala educación, no de la construcción social como bien común, que sería lo correcto y deseable. Es preocupante ver cómo se pierde el respeto por los ciudadanos a los que representan, mostrando una actitud fuera de lugar. Son incapaces de reconocer sus errores, siempre encuentran justificación a sus acciones. Pero lo hacen bajo los síntomas evidentes de la mala educación.
Los actos nos definen como somos y como nos proyectamos al resto de la sociedad. Son, sin duda, nuestra carta de presentación. Cuando faltan valores o no están suficientemente consolidados en la conducta, las personas se vuelven mediocres, conformistas, “facilistas”, sin visión de futuro y sin grandeza de ánimo para emprender tareas ambiciosas. Si escasean valores como el respeto y la educación, la gente se contenta con ir a la deriva, sobreviviendo con “lo justo”. En una situación así, por contraste, se nota la urgente necesidad de los valores de la gente valiosa, que es la que puede ejercer un liderazgo participativo, comprometido, proactivo y optimista.
Todos aspiramos a que la gente, en general, y en particular los representantes públicos, sean educados, pero para eso es necesario fortalecer los valores. Se empieza respetándose a sí mismo porque, si no somos capaces de respetarnos nosotros mismos, difícilmente respetaremos a los demás.