Hace prácticamente un mes, tuve un percance: me compré un terrenito, como se suele decir por estos lares. Comprarse un terrenito en tono jocoso se dice cuando una se da una buena caída y viene a dar con todas sus partes en el suelo. Ese es el tipo de terreno que compré.
Resulta que era martes, el previo a la festividad de la canariedad, y era muy tarde. Llegaba a casa cargada como un árbol de Navidad al que no le cabe un adorno más, venía hablando por teléfono y ya llegaba cansada. Total, que venía arrastrando un poco bastante los pies. Ahí iba yo, con las ganas de llegar a casa y sacudiéndome todo el cansancio del día, hasta que en uno de esos pasos en los que no estaba levantando bien los pies del suelo, vine a tropezar con la tapa de una arqueta que no estaba bien encastrada, y ahí me fui. Un planchazo de campeonato. ¿Tú crees que yo solté algo de lo que traía en las manos? Efectivamente, no solté nada y por eso me fui, cuan metro y medio soy, a dar al suelo.
Me levanté sin mucho esfuerzo, todavía asombrada por el planchazo que me había dado, y comprobando que toda yo seguía de una pieza y que todo lo que cargaba estaba en su sitio.
Al llegar a casa me metí en la ducha y ahí fue cuando empecé a notar que igual el golpe no había sido tan leve. No podía estirar el brazo izquierdo. Pero espérate, que tampoco podía respirar muy bien. Yo he hecho mucha terapia, meditación y todas estas vainas, como para ponerme a hablar conmigo misma y tratar de tranquilizarme y bajar el pico de ansiedad que estaba viendo venir. Parece que tengo que seguir estudiando, porque el ataquito no lo atajé. Al cabo de una hora, estaba sudando frío y blanca como un papel porque el corazón lo sentía en el brazo y no podía respirar cómodamente porque las costillas se me clavaban como alfileres. No me quedó otra que encaminarme a Urgencias.
Llegué amarilla, dolorida y fatigada. Y allí me dispuse a pasar unas pocas horas. No voy a hablar del tiempo, porque realmente creo que no es lo importante. Desde que entré por la puerta, vi a gente correr. Un buen puñado de sanitarios atendiendo a demasiados pacientes. Unos graves, otros menos graves. Pero ellos no pararon de correr y atender. Yo estaba allí asombrada. Ni se me ocurría protestar por las horas que iban pasando.
Aquella gente uniformada y con zapatos aerodinámicos cosían heridas, tomaban tensiones, sacaban sangre. Otros acompañando a Rayos X, a la puerta, o conduciendo la camilla de los que esa noche iban a tener que quedarse allí.
El ritmo de la actividad era frenético y parecía que la única que se estaba percatando de ello era yo.
Cuando me tocó a mí, pregunté si eso era así siempre, a lo que el enfermero que me estaba poniendo el brazo en cabestrillo me dijo que sí, que normalmente sí, y lo hizo con una sonrisa. Supongo que mi asombro le hizo gracia. Le pregunté su nombre a él y a la técnica de rayos, a la celadora que me acompañó y a la doctora que me vio; y a todos les di las gracias.
Ya en casa me dio por pensar que, si hubiera más personas trabajando, probablemente el tiempo de espera hubiera sido menor. Y de ahí pensé que, tal vez si se gestionara mejor lo que pagamos, igual daría para más contratos. Y ya de último pensé que, si nos garantizaran que lo que pagamos va a ser para toda esa gente que desempeña tareas tan específicas de forma profesional y diligente y en las que todos de una manera u otra nos vamos a tener que ver, pagaríamos con gusto; incluso más.
Ha pasado un mes y sigo dándoles las gracias.