ARTÍCULO DE OPINIÓN. «Don Arístides, vida y memoria», por Felipe Morales

Cada comunidad, ya sea del tamaño de una nación o del de una pequeña aldea, tiene dibujada en su memoria y en su historia los rostros de aquellos que marcaron su existencia, su identidad y su progreso. Hombres y mujeres que dejaron su huella, para bien, en las vidas de sus gentes. Gentes que les reconocen y se reconocen en ellos y en ellas -cada vez más en ellas-. Que siguen vivos en su memoria presente y en su geografía física y mental.

En nuestra isla de Fuerteventura: literatos, como Miguel de Unamuno o Josefina Pla; políticos, como Manuel Velázquez Cabrera; pintores, como Juan Ismael; religiosos, como Fray Andresito; periodistas, como Gerardo Jorge Machín; activistas creadoras, como Lorenza Machín; vigías, como Antoñito El Farero; músicos, como Domingo Rodríguez ‘El Colorao’; y médicos, varios médicos, como Don Gerardo Busto, Don J. M. Peña, Don Guillermo Sánchez Velázquez, y también, como si de uno de esos personajes entre reales y mágicos de las novelas de Gabriel García Márquez se tratase, Don Arístides Hernández Morán.
Don Arístides, casi un siglo de existencia, con noventa y cuatro años en su piel de dermatólogo, curando y cuidando la piel de los majoreros en su consulta de 1º de Mayo esquina con San Roque, siempre abierta hasta casi el final de sus días.

Partió de Santa Cruz de Tenerife y llegó a la entonces Puerto Cabras a las tres de la tarde del 8 de septiembre de 1953, en el correíllo Viera y Clavijo, en medio de un diluvio en esta isla en la que nunca llueve. Y aquí decidió quedarse, entre otras cosas, porque el amor en los tiempos de la tuberculosis lo atrapó una tarde, mientras paseaba con África en la isla más africana. Y aquí, con ella siempre a su lado, “sin importarle si el tiempo era triste o alegre”, y con su ayuda, construyó su vida. Y cual aquella Macondo fundacional hecha de veinte casas de barro y caña brava, contribuyó a mejorar esta aldea majorera que, desde entonces hasta hoy, sesenta y siete años después, se ha convertido en un digno enclave con casi todos los servicios, cuya capital ha pasado de los dos mil quinientos habitantes de entonces a los cuarenta mil de ahora.

Con su moto en ristre, como joven médico rural, recorrió de punta a punta la piel quemada de esta isla de destierros, de esperanzas enterradas y de carreteras de tierra sin alquitranar. De noche, cuando la urgencia tocaba de madrugada en su puerta, emprendía en solitario la confusa y accidentada ruta en medio de la negritud insular, guiándose por las estrellas. Curó a sus habitantes de fiebres tíficas y paratíficas, de difteria, de tétanos, de polio, de tuberculosis… Los trató con sangre y suero que traían desde Las Palmas. Ayudó a parir a cerca de cuatro mil mujeres en sus humildes moradas. Y los majoreros y majoreras de entonces le pagaban con un queso, un cabrito, con la mirada. Y más tarde creó, o ayudó a crear, entre otras cosas: la Cruz Roja insular, la Residencia de Mayores de Casillas del Ángel, el retablo de la iglesia de N.ª S.ª del Rosario y, en el último trayecto de su larga y generosa travesía por la vida, lideró la demanda de un hospital geriátrico.

Don Arístides el médico nos dejó el pasado 6 de octubre (1926-2020), pero su nombre y apellidos los seguiremos viendo en una calle, en un centro de salud, en la nómina de los hijos adoptivos de la capital y de los predilectos de la Isla, en el de las Medallas de Oro de Canarias… Y también dejó una receta universal para todos sus homólogos, los médicos del presente y del futuro: “la silla, el trato humano a los pacientes, que es lo que más cura”. Y, además, un reclamo para todos sus semejantes, los seres humanos que habitamos la isla majorera y el mundo entero; “ayudar, siempre ayudar”.

Don Arístides nos entregó su vida y nosotros se la honraremos para siempre en el rincón más luminoso de nuestra memoria: el corazón.