Mi abuela Teresa vivió toda su vida en el municipio de Antigua. Allí parió cinco hijos de los que sobrevivieron cuatro. El último de sus partos fue complejo. Un parto gemelar sin atención médica. El segundo bebé no lo superó.
Mi abuela Teresa era la definición gráfica de lo que hoy conocemos como una mamá gallina. Su vida estaba centrada en lo que era su familia, primero sus hijos, y luego sus nietos. Y más tarde agregó a esta lista los bisnietos. Se sabía infinidad de cuentos con moraleja, y tenía un don excepcional para la ironía. Le gustaban las telenovelas y siempre olía a lavanda.
Recuerdo quedarme con ella algunos días, durante las vacaciones escolares. Esas mini vacaciones sin padres, eran espectaculares. Estar en casa de los abuelos era tener licencia para no hacer mucho, para estar libre de responsabilidades y para que te consintieran en casi todo. Por las tardes, íbamos a los tomateros, donde yo aprovechaba para saborear los mejores tomates que he podido comer en mi vida. De la mata a mi boca, pasándolos por la camisa brevemente, para quitarles el sulfatado. Cuando mi abuela venía a pasarme cuenta de los tomates que me había comido, se llevaba las manos a la cabeza. Luego íbamos a hacer queso, momento que disimuladamente me iba comiendo montoncitos de cuajada. Ella volvía a mortificarse pensando en que me pondría mala de indigestión porque el tomate y queso, según ella, era gastroenteritis asegurada.. Nunca me puse mala, y nunca sentí ni siquiera malestar. Pero cada vez que lo hacía, ella se preocupaba de la misma manera.
Se mortificaba con mucha facilidad. Ahora entiendo que probablemente tenía un miedo atroz a vivir, y a que le pasara algo a cualquiera de los suyos. Esa mortificación constante que sentía, solo tenía una vía de escape: rezar. Cada noche se iba a la cama y rezaba un padrenuestro por cada miembro de su familia. No se quedaba dormida en medio del rezo, y eso que la familia, pequeña precisamente, no es.
Mi abuela Teresa también tejía. Recuerdo una rebeca de color rosa que me tejió en punto arroz. La usé durante muchísimos años. Hasta que los puños de las mangas empezaron a quedarme muy separadas de las muñecas. La primera vez que me vio tejer calcetines, vi ese brillo en sus ojos de la tejedora que ansía retomar las agujas.
Durante los meses de invierno, mientras íbamos al cole, la semana y sus ocupaciones nos dejaban sin hueco para visitarles. Así que los domingos, después de misa, nos íbamos a su casa. Era el día que pasábamos con ellos. Y siempre el almuerzo era el mismo: potaje de garbanzos. Ahora he pensado que, tal vez, mi obsesión por tener un menú semanal, es suya. Los domingos, a no ser que fuera una fiesta que celebrar, en su casa se comía potaje de garbanzos. Con garbanzos de verdad, que los de bote según ella, eran una porquería. Y cocinado en caldero, que no había tanta prisa como para estar usando la olla exprés. Mi abuela Teresa ponía en el caldero los garbanzos con bien de agua y remojados durante la noche, sal, aceite y unos poquitos cominos. Cuando los garbanzos estaban a media cocción le añadía zanahoria, calabacín, calabaza, habichuelas y papas. Todo cortado pequeñito. Y dejaba que el guiso se apotajara. Si hacía falta sacaba algunas papas y las machacaba, para luego meterlas de nuevo en el caldero. Cuando ya estaba casi listo, le añadía un pequeño refrito hecho con cebolla, ajo y un poquito de tomate. Y se dejaba estar. Que había que dejar que se asentara.
De mi abuela Teresa he heredado el gusto por el merengue, la animadversión por los gatos, una azucarera rosa de aluminio, y la necesidad de rezar para que estemos todos bien.