Aún hoy me emociono un poco cuando resuena en mi cabeza el inicio de la melodía y, segundos después, se oye la voz en off masculina que anuncia: -¡La Casa de la Pradera!-. Luego me viene la escena de las tres hermanas Ingalls bajando al trote, juntas y felices, por aquel campo rebosante de hierba, y Carrie, la más pequeña, perdiendo el equilibrio y cayéndose de bruces entre aquellas espigas casi tan altas como ella, e incorporándose, voluntariosa y algo desorientada.
Yo me identificaba más con Laura Ingalls y mi hermana Bea, que tenía cinco años más que yo, con Mary. Nunca le pregunté el motivo, pero creo que se debía a que Mary, como ella, era la hermana mayor o, quizás, porque Mary era ciega. O por ambas cosas. Bea, muchas veces, en casa me tapaba los ojos con sus manos y, al mismo tiempo, se ponía a cantar bien alto; yo no le veía sentido ninguno, pero me hacía gracia y me reía, la verdad. Ella lo llamaba; ‘Jugar a Mary Ingalls’.
Así transcurrieron, cada domingo, los primeros años de mi vida, a mediados de los 70. Yo tenía en aquel entonces entre seis y siete años, uno más con cada nueva temporada de la serie, claro. El capítulo debía empezar a las dos de la tarde, porque lo único que hacía mi madre al terminar, justo antes de irnos al cine a la sesión de las 15:15, era desenredarle el cabello inmensamente largo y brillante a mi hermana Bea, que le llegaba hasta la cintura. Mi madre contemplaba orgullosa su preciosa melena, y disfrutaba con cada pasada del cepillo. Los efluvios del champú de huevo Colgate con que nos lavaba la cabeza un rato antes, unidos a la fragancia olorosa que nos ponía después a las dos, producían una mezcla de aromas que inundaba toda la casa y que, si quiero, puedo inhalar ahora mismo, porque aún impregna mi amígdala como si fuera una esponja empapada.
Mi madre nos daba el dinero para las entradas y las golosinas, que mi padre, antes de irse por la mañana al bar para estar con sus amigos, le había dejado, como siempre encima de la consola. –Lleva a tu hermana Marta de la mano-, le decía mi madre a Bea. Y juntas caminábamos los setecientos metros que habría entre nuestra casa y el Cine Marga.
Recuerdo el día que pusieron una de aventuras y mitología: Las Amazonas. Tenía un subtítulo que decía; “Cuando las mujeres gobernaban la Tierra”. A mí me gustó mucho, aunque en realidad fuera muy mala, y todavía hoy visualizo los cuerpos guerreros de aquellas mujeres valientes e invencibles… Lo que tampoco olvido es que la película se paró a mitad de la proyección porque se quemó la cinta, dijeron, y tardaron un montón en arreglarla. Eso provocó que se retrasase la sesión de las cinco y media y, por efecto dominó, las siguientes.
En el descanso salíamos a comprar golosinas al Carro de Pepito, que se ponía pegado a la puerta exterior del cine. En esa ocasión, mi madre nos había dado un poco más de dinero y me pude comprar una ambrosía de las buenas, una Tirma, que llevaba doble envoltorio; retirarle el papel de platino dorado brillante era para mí como desenvolver un cofre que contuviera un tesoro de chocolate delicioso.
Al salir del cine charlábamos un ratito con otras amigas que habían visto la peli. ¡Por cierto!, supongo que no fue así, pero… no recuerdo un solo domingo que no estuviera soleado.
Tampoco recuerdo qué hacíamos el resto de la tarde, ni lo bien o mal que lo pasábamos Bea y yo. Solo soy capaz de vernos contentas, caminando a saltos por las calles de regreso a casa, como las hermanas Ingalls, aunque ellas fuesen tres y nosotras solo dos.
Al llegar, mi madre nos abría la puerta y, al hacerlo, desde adentro ya no salía la fragancia de champú y perfume que habíamos dejado, sino un vaho denso y repulsivo a alcohol, como el que sale apestando del aliento de los borrachos. Mi madre aparecía llorosa y con la cara amoratada. Mi hermana me cubría los ojos con sus manos y se ponía a cantar alto, Jugando a Mary Ingalls, de camino a nuestra habitación; pero de eso no quiero hablar.