El informe emitido por Transparencia Internacional correspondiente al año 2020, en el que se ha puntualizado a 180 países, entre ellos España, expone que la percepción de la corrupción dibuja un “paisaje sombrío” e indica que la corrupción no solo socava la respuesta sanitaria global a la COVID-19, sino que también contribuye a mantener la democracia en un estado de “crisis permanente”.
Otro indicador que viene a confirmar lo expuesto lo podemos encontrar en distintos estudios sociológicos. Entre estos destaca el Centro Nacional de Investigaciones Sociológicas, en cuyos resultados se refleja que la política ocupa los primeros puestos entre la preocupación de la ciudadanía española, constatando de manera clara su falta de credibilidad y confianza en las instituciones públicas, en los gobiernos y en sus gobernantes.
En pleno siglo XXI no se pueden aplicar modelos de otras épocas. El perfil de los ciudadanos ha ido cambiando y con ello los servicios que estos demandan. Exigen participar activamente en la vida política y no se conforman con votar cada cuatro años; pero, sobre todo, reivindican “transparencia”. Además, quieren saber a qué se dedican los recursos públicos, qué decisiones se toman y por qué se actúa de una forma u otra.
En plena crisis económica, social, política y sanitaria la Administración Pública necesita identificar cuál es su verdadero papel.
En ese camino es imprescindible que los responsables políticos entiendan que no hay excusas para no ser transparentes en la gestión. Contamos con la tecnología, los recursos y los conocimientos para hacer que la Administración sea abierta, transparente y participativa. Una sociedad avanzada y democrática no puede pasar por alto la obligación de contar con una Administración capaz de gestionar con eficacia y transparencia, así como de la importancia de colocar a las personas en el centro de la gestión pública.