Mi bisabuela Catalina vivió en Las Pocetas gran parte de su vida. Allí crio a cinco hijos. Su ocupación principal era trabajar en el campo: recoger hierba, arar y atender los animales.
Cuando sus hijos ya estaban crecidos, se trasladó a Casillas del Ángel. Allí y como era terriblemente común en aquellos tiempos, enterró a una hija. Ya mayor y en el día de la fiesta del pueblo. No alcanzo a imaginar la dureza de los momentos vividos en esos años.
Mi bisabuela Catalina era una mujer pequeña pero fuerte. Siempre vestía de negro, con un traje largo que le tapaba los pie. Completaba su indumentaria un delantal atado a la cintura, negro también. Yo llegué a conocerla, porque vivió 101 años. Ser tan longeva le dio la posibilidad de convertirse hasta en tatarabuela. Tengo una imagen clara de ella, con aquel traje negro y su delantal. Nunca le ví los zapatos, ni tampoco el pelo. Cubría siempre su cabeza con un pañuelo negro, atado en la nuca.
A mí me parecía una mujer seria, que hablaba de manera firme en cada cuestión que abordaba. Cuando la visitábamos podíamos encontrarla de dos formas: o bien estaba en un trozo de terreno arrancando hierba, o bien estaba trabajando palma. La palma era verde y tenía un olor inconfundible.
Cuando se daba esta opción, sentía que habíamos tenido mucha suerte. Me quedaba embobada mirando sus manos trabajar la palma. Sus manos estaban completamente deformadas por la artritis o la artrosis, no sé cuál de las dos sería. Pero aún con aquellos dedos completamente torcidos, ella hacia empleita con suma destreza. Luego, con hilo de rafia y una aguja grande, un poco rudimentaria, unía la empleita con la que confeccionaba un cesto, un serón, o un esportón. Si dejaba la empleita sin coser, se convertía en la cera para hacer el queso.
En el cuartito donde trabajaba, que hoy llamaríamos taller artesanal, tenía expuestos todos sus trabajos, que por supuesto vendía. Probablemente este fue mi primer contacto directo con una artesana de verdad, algo que corroboré años más tarde cuando se le hizo un gran homenaje en su municipio, por su artesanía. Aún hoy su foto preside la Feria de Artesanía de Antigua.
A mi bisabuela Catalina la relaciono con el pudding de pan. Que ella seguro no tendría conocimiento alguno de este plato, pero estoy convencida de que lo comería con gusto. La vi alguna vez comerse una buena escudilla de pan con leche, y en su cara se veía lo mucho que lo saboreaba.
Yo le prepararía el pudding a mi bisabuela con los restos de pan que quedaran de la semana. Se desmenuzan con las manos en trozos no muy pequeños. Se coloca todo el pan en una fuente de horno y se les ponen algunas nueces de mantequilla. Por encima del pan se reparte un buen puñado de pasas. En un calentador se aromatiza, llevándola a hervir, la leche con un palo de canela y la cáscara de un limón. Cuando esté fría, se mezcla con nata, un par de huevos, un chorrito de anís, y azúcar. Esta mezcla de líquidos se mueve bien con unas varillas. Se vierte sobre la fuente, despacito, para que se empape bien el pan de toda esta mezcla. Se espolvorea con azúcar y canela molida. Y se mete al horno hasta que, al pinchar con un palillo, éste salga seco. Tiene que quedar de un color dorado la mar de apetecible. Del olor no te cuento.
De mi bisabuela Catalina conservo uno de sus cestos, en el que siempre he llevado alguna de mis labores de lana. Y me gusta pensar que el fruto de su artesanía guarda la mía.