Tía Concha era mi tia abuela. Estaba casada con uno de los hermanos de mi abuelo Silvestre.
No traté demasiado a tía Concha; sin embargo, tengo lo que creo que es un recuerdo bastante claro de ella.
Lo que sé de ella no es mucho, algo que pretendo ponerle remedio en los próximos tiempos, ya que tengo a una de sus nietas dispuesta a hacerme un buen relato. Estoy segura.
Creo que procedía de Gran Canaria. Se casó con Tío Ildefonso y tuvo dos hijos y dos hijas. Yo he conocido a tres de ellos; una de sus hijas vive fuera de Canarias. Se quedó viuda cuando su marido cumplió los 69 años, un número que está un poco maldito en esta familia. Son más de tres los que no han superado esa edad, si no he contado mal.
Tía Concha era viuda y vivía apenas unas dos calles más allá de nosotros, cuando yo era una niña. Algunas tardes, supongo que por aliviar el tedio de la soledad, y puede que del aburrimiento, salía paseando de su casa y nos visitaba. La imagen que tengo de ella era de una mujer menuda, con una piel blanquísima igual que su pelo. Con unos ojos azules, muy claros, que te penetraban cuando te miraba. Hasta yo con mi corta edad me daba cuenta de que aquella mujer pequeña desbordaba inteligencia. Era una energía que traspasaba de su cuerpo físico. Todas estas percepciones mías tenían el respaldo de sus actos. Tía Concha era como una gran enciclopedia de aquella época. Si se hablaba de política, ella sabía y tenía opiniones claras sobre el tema. Si se hablaba de economía, también sabía y aportaba su reflexión. Si se hablaba de la pesca, el campo o los bloques, ella participaba. Daba igual el tema, ella podía aportar sus conocimientos o sus opiniones. Con el tiempo me he dado cuenta de que era una gran conversadora, puede que eso fuera lo que más me llamaba la atención de niña. Seguramente Tía Concha era una gran lectora también. Esto me queda pendiente para preguntar. Cuando fui creciendo y compartí ratos con sus hijos, y también con sus nietos, me doy cuenta de que casi todos llevan ese gen. Las conversaciones con los Chacón Negrín no tienen fin.
En una de esas visitas tan ilustrativas que nos hacía Tía Concha, vino a coincidir con que yo estuviera convaleciente en casa. No tengo ni idea de qué mal me aquejaba, supongo que algún resfriado. Sé que estaba en el sillón sintiéndome mal y sin mucho apetito. A mi madre le pareció buena idea, porque efectivamente lo era, darme un platito de caldo de millo. Y cuando yo estaba allí degustando el caldo, llegó Tía Concha, lo que hizo que irremediablemente quedara unida a este plato.
En casa hago el caldo de millo, con el millo infame de lata, que seguramente no tendrá nada que ver hacerlo con un millo de una piña que tu has cultivado y que es con lo que sueño hacer dentro de no mucho, si acompaña la salud y la suerte, que todo cuenta. Yo hago un refrito de cebolla, pimiento rojo y un tomate. A fuego medio y dejándolo estar hasta que se poche muy bien. Luego le añado un poquito de comino y el millo bien escurrido. Se pelan las papas y se cortan haciendo clack, que será lo que haga que el caldo se engorde. Se le añade un poco de colorante y se cubre con agua o caldo de verduras. Se rectifica de sal y se deja cociendo hasta que las papas casi se deshagan.
De Tía Concha aprendí que todo lo que pongas en la cabeza es lo que te vayas a llevar y que el caldo de millo, igual que una buena conversación, asientan el cuerpo.