Si mi madre supiera que a mí lo que me gusta son los hombres. ¡Mamma mia, mamma mia, let me go!
Y, sin embargo, aquí estoy, atrapado en esta realidad. Esta realidad que no es la mía -la que yo calladamente anhelo-, sino esta otra, que me tortura y me tiene congelados los deseos. Atrapado en un derrumbamiento interno, donde se van acumulando más y más escombros vitales con el paso de los años, y van ya 29.
No hay escapatoria a esta realidad. Al menos yo no logro verla. Te pediría, mamá, que abrieras los ojos, miraras los cielos y luego me observaras a mí, y vieras que solo soy un pobre chico, que no te pide compasión, pues es cierto que soy un veleta, que no sabe muy bien a dónde va, que si para arriba, que si para abajo; a donde el viento quiera llevarme.
Por algo dijo Séneca que quien no sabe a dónde va, ningún viento le es favorable. Así que supongo que es por eso que sigo aquí varado, a tu lado, siempre en el mismo lugar, sin saber dónde ir que tú me dejes; para descubrirme, para liberarme, para ser yo de esta manera que tú ni te imaginas, y que yo prefiero no imaginarme porque, si lo hago, siento vergüenza de tu mirada, temor de tus palabras, pánico a tu rechazo y a que dejes de quererme.
Mamá, yo no he matado a ningún hombre poniéndole la pistola en su cabeza y apretando el gatillo. Aquí el único hombre muerto soy yo, que me disparo cada día una bala de miedo en el centro de mis entrañas, para no sentir los impulsos que me ahogan.
Mamá, mi vida tiene que empezar. Así que ahora tengo que irme y dejarlo todo. ¡Mamá, nooo, por favor!, no deseaba hacerte llorar. Si no quieres que regrese mañana ni nunca, tú tranquila, no lo haré. Tú sigue adelante. Sigue adelante como si realmente nada importase.
Demasiado tarde es ya para seguir aquí, paralizado. Mi hora ha llegado, madre. No creas que esto me resulta sencillo; siento escalofríos que atraviesan mi espina dorsal y el cuerpo me duele todo el tiempo. Pero adiós, tengo que partir. Te tengo que dejar atrás y enfrentarme a mi verdad. ¡Nooo, mamá! No quiero morir, no quiero seguir muriendo sin vivir…, si no lo hago ya, desearé no haber nacido nunca.
(Veo la pequeña silueta de un hombre, me acerco a él, me mira, lo miro y se produce una escaramuza, hasta que entiendo lo que quiere, y yo también quiero. Me asusto mucho en medio de esta tormenta apasionada, como de rayos y truenos que, sin embargo, me embriagan y se apoderan de mí. Hoy he visto una luz nueva que alumbra mi universo; ¡Galileo, Galileo!).
Mamá, solo soy un pobre chico que necesita que le quieran. Él es otro pobre chico, de familia pobre, que también necesita que le quieran. ¡Nos amamos!
No mamá, no es una monstruosidad. Si no quieres que vuelva, al menos déjame ir sin sentirme mal. ¡No metas a Dios en esto! ¿Cómo que no me dejarás ir? ¿¡que no!?, ¿¡que no!?, ¿¡que no!?… ¡Mamá, querida madre, por favor, déjame marchar! Belcebú no ha puesto ningún demonio a tu lado, ¡no digas estupideces!
¿Crees que puedes pararme y escupirme a los ojos? Dices que me amas, pero no te importa dejarme morir. No te hago esto para hacerte sufrir, sino para no sufrir yo. ¡Salgo, sí! ¡Salgo de esta casa! ¡Me voy!
En verdad poco me importa. Cualquiera lo puede ver y no me importa. Me iré donde sople el viento, pero a partir de ahora sabré hacia donde orientar las velas.
Pero no olvides, mamá, que soy tu hijo. El que pariste, amamantaste, protegiste, acurrucaste. Soy el hijo del que siempre te sentiste orgullosa. El que ha estado contigo para devolverte todo ese amor que me has dado. Soy tu hijo, mamá, el que había renunciado a ser feliz por tus prejuicios, tu ignorancia y tu ceguera. Soy tu hijo, no el motivo de tus desdichas… ¡Soy libre y dueño de mi vida!
¡Mamma mia, mamma mia, let me go…! Y si no me dejas ir, no importa. Ahora amaré sin ataduras, sin el silencio devorador de la mentira.