Marcelino llegó siempre tarde a todo: a su nacimiento, a la escuela, al sexo, al matrimonio e, incluso, hasta al WC en mitad de las ocasiones, porque las señales nerviosas que van de la vejiga al cerebro se le rezagaban más de la cuenta, o eso al menos es lo que decía él. Pero llegar tarde a algo no es siempre un contratiempo o un suceso que lamentar; Marcelino también llegó tarde a la muerte y ese es un retraso que todo el mundo desea, y aplaude y admira, aunque no sea este un mérito fruto de la voluntad humana sino, más bien, un regalo del destino.
A sus 104 años, Marcelino fue enterrado en el cementerio viejo, donde antes que él habían sido sepultados todos sus familiares y conocidos, que viajaron al cielo con acelerada antelación. No obstante, su entierro tardó casi tres horas en consumarse: primero se demoró el cura, que venía de unir a una pareja en santo matrimonio, pero la novia había llegado media hora tarde a la iglesia, que era el tiempo de más que ella tuvo que esperar a que llegara la peluquera que, previamente, se había enredado con el pelo de otra clienta. Otros ochenta minutos de espera se debieron a que el sepulturero se había olvidado del cemento para pegar la lápida y tuvo que esperar a que un primo suyo le hiciera el favor personal de alcanzarle una bolsa de urgencia. Pero su primo tuvo que llevar primero a su esposa al supermercado, sin opción de espera por parte de su dominante mujer, que además se había enredado hablando con una excuñada en la caja registradora. El último tramo del largo retraso se debió a que, como el cemento que trajo su primo tardaba mucho en fraguar, porque había estado mal conservado en una bolsa medio vacía y mal cerrada que llevaba tres años en su azotea, requirió media hora el que cogiera la consistencia necesaria para que la lápida no se desprendiera al instante. Toda esta concatenación de retrasos provocó que todos los que habían acudido al entierro puntualmente se marchasen sin esperar ni al responso del cura antes del empotramiento del ataúd en el nicho.
El anterior fue el penúltimo episodio del caso realmente inaudito de Marcelino y que no eran tanto sus constantes retardos, sino el hecho de que todo lo que estuviera vinculado a él entraba en una inercia inevitable de demora. Marcelino era un imán invertido del tiempo, que atraía el retraso a todo lo que tenía cerca y que, en vez de agilizar los procedimientos naturales y administrativos, los dilataba en un exceso exasperante. Como le dijo su profesor de física en el instituto, Marcelino era un núcleo gravitatorio que ralentizaba todo lo que giraba a su alrededor, un agujero negro que absorbía el normal transcurrir de la vida y sus asuntos cotidianos, aletargándolos.
Así, cuando Marcelino fue presidente del Cabildo y la oposición le montó una moción de censura, todo se conjuró de tal manera que la misma se fue posponiendo, tanto que, cuando se pudo debatir en el pleno, habían pasado dos años y la legislatura ya había terminado.
Tras concluir su mandato en el gobierno insular y volver a su puesto en la oficina de prestaciones por desempleo, se produjeron manifestaciones y altercados de la población local en su contra, pues temían no cobrar sus ayudas sino cuando ya estuviesen muertos. Alguno, acaso con ironía, llegó a proponer que Marcelino trabajara en la oficina de recaudación del IBI y la basura del Ayuntamiento.
En resumen, queda claro que Marcelino, igual que llegó tarde a la muerte, también llegó tarde a la vida. Y por razones que nadie ha sido capaz de discernir, fue un organismo humano propulsor de una fuerza centrífuga incontrolable para el retraso, del que fueron víctimas arbitrarias todos los que encontró a su paso y a quien, todavía hoy, muchos le siguen culpando del atraso histórico de esta ciudad y de esta isla durante los últimos cuarenta años.
Incluso yo, el autor de esta crónica, he tardado más de cinco años en redactarla, víctima póstuma de Marcelino y su poder inmortal de retrasar todo lo que se hallaba en su detestado pero infranqueable campo de gravedad.