El Desenfoque by Felipe Morales
Cuando después de la muerte del Papa Francisco, doña Sagrario oyó decir en el Telediario que para ser papa no hace falta ser cardenal, sino que basta con ser varón bautizado y tener más de 35 años, una paloma blanca que venía volando desde el Barranco Pilón se estampó contra el cristal de su ventana y por entre aquellos vidrios fracturados penetró una luz celestial que inundó el cuarto donde estaba viendo la tele. Una voz de arcángel le dijo: “Tu hijo Susín será el nuevo pontífice… Dispón su camino hacia Roma”.
Susín nació virgen y, a sus 36 años, virgen seguía siendo. Todo ese tiempo lo había vivido bajo las alas sobreprotectoras de su madre: Hijo único de Sagrario y Pepe, no disfrutó nunca de un gesto de amor y confianza que no fuera el abnegado pero afligido desvelo de su madre y el brutal desdén de su padre, bebedor grosero y repulsivo cuyo vicio lo terminaría devorando. Así, su infancia afectiva quedó reseca y triste, encapsulada en un tiempo ciego y sordo de palabras y caricias que toda alma humana necesita para florecer. Su padre, entre vahos de coñac y exabruptos de desprecio, lo llamaba papafrita, porque Susín nunca quería acompañarlo a echarle una mano en la obra; sus amigos del barrio le pusieron el nombrete de papahuevo, porque no era capaz de meter un gol ni con la portería vacía; Domingo el maestro le decía que era un papa arrugá, por ese carácter apocado incapaz de defenderse de quienes se metían con él. Desde entonces, recordaba ahora su madre, estaba siempre empapado en sudor, sin médico alguno que lo comprendiera ni le ofreciera una solución… Pero ahora, todas esas “anécdotas papales” cobraban sentido para Sagrario, pues no le cabía ninguna duda de que eran señales divinas del pontificio destino que el Señor le tenía guardado a su hijo desde su nacimiento, pues, para más inri, había sido concebido una noche de ardor juvenil incontrolable con Pepe entre los acantilados de la playa de Papagayo, en Lanzarote.
Sagrario, heredera devota de la fe de sacristía y sahumerio de sus ancestros, fue al ayuntamiento a hablar con el alcalde. Le contó la revelación divina y le rogó que le pagara el billete a Roma de su hijo. El alcalde le dijo que por la separación Iglesia-Estado la ley le impedía subvencionar algo tan sumamente religioso, pero si justificaba el viaje como una promoción turística y su hijo repartía folletos publicitarios de la isla entre obispos y seglares, entonces hablaría con el Patronato de Turismo. Tres días más tarde Sagrario abrió una maleta de mano para su hijo y metió en ella un par de calzoncillos limpios, una muda y una estampita de Fray Andresito. Le pidió a su amiga Floriana que les alcanzara al aeropuerto y, tras despedirlo con un beso en la frente, le dio su bendición.
Susín -que para llegar desde el aeropuerto de Fiumicino a la Ciudad del Vaticano, su madre le había dicho que se dejara guiar por el Espíritu Santo-, recaló en la Plaza de San Pedro. Allí se encontró en medio de una multitud inabarcable y nunca se sintió tan confuso y desolado. Pero, de repente, de entre aquella muchedumbre anónima, apareció una joven de largo cabello negro y con expresión serena en su rostro. Se le acercó y le preguntó:
-¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?
Y él le respondió:
-Estoy solo y perdido
-Me llamo Magda, aunque mi nombre completo es María Magdalena… Y también estoy sola y perdida.
-Yo soy Susín, bueno, Jesús; pero me llaman Susín.
Las manos de ella enjugaron las lágrimas que rodaban por las mejillas de él. Sus miradas expresaron lo que las palabras no podían y, justo cuando el cardenal protodiácono apareció en el balcón del Vaticano y proclamó: <<Habemus Papam>>, María Magdalena y Jesús se fundieron en un beso infinito, mientras se escuchaba el redoble de las campanas… Esa misma noche pecaron a los ojos de algunos y sanaron sus heridas a los suyos propios.
Nueve meses después, Susín y Magda vieron nacer a su primer hijo. En el Hospital, Susín miró a su madre y le dijo: <<Al final tenías razón, mamá… Fui a Roma para ser papá; sólo pusiste el acento donde no era>>.