OPINIÓN. «Alimentarse» por Violeta Chacón

De pequeña tuve siempre la sensación que todo lo que pasaba en casa lo hacía alrededor de la cocina. La primera casa de la que tengo recuerdos claros tenía una cocina abierta, de estas que se usan tanto ahora, y que conectaba con un patio salón donde realmente comíamos.

Todo lo que pasaba en la vida lo hacía en aquel espacio. En la mesa pequeña que había en la parte donde se cocinaba, y que servía a veces de mesa de desayuno, había un frutero. De forma continua lo que había en el frutero eran tomates. Será por eso que siempre he asociado más al tomate a una fruta que a una verdura. El tomate nos lo comíamos como si fuera una manzana.

Eran tomates medianitos, tirando a pequeños, dulces, sabrosos y de un tono colorado, que nada tenían que ver con la variedad que hay ahora en los supermercados. Aún habiendo un abanico enorme de tomates, ninguno se le parece ni de lejos a los que comíamos antes.
Les decían tomates de Tiscamanita, aunque yo no entendía muy bien el nombre porque los que comíamos en mi casa eran de Las Pocetas y normalmente venían en bolsas de cinco kilos que mi abuelo Juan le daba a mi madre. Unas veces eran de su finca, otras de tío José, otras de Tía Nieves. Todos cultivaban tomates. No tengo claro cuándo fue el momento en que esto dejó de pasar. Pero de pronto, mi memoria se queda en blanco y ya no hay tomates en el frutero. Supongo que fue pasando progresivamente y casi no nos dimos cuenta.

Ahora encontrar tomates de Tiscamanita, sabrosos, dulces y deliciosos, es una misión casi imposible. Y seguimos tan tranquilos. A mi me aterra pensar en que pueda pasar lo mismo con los plátanos, el queso o el gofio. Miramos para el asfalto y cada día le prestamos menos atención a la tierra roja y seca que nos rodea.

Supongo que por haber crecido comiendo tomates, estos se han convertido en una comida que me reconforta. Para otros, lo es la sopa de la abuela o el potaje de lentejas de mamá. A mí lo que me coloca es un buen tomate.

En aquellos tiempos oscuros de mazmorra que viví, que supongo que tuvieron que ver con una crisis existencial típica de los treinta, tuvo efectos colaterales delicados, como lo fue un problema serio con la cuestión del comer. Para hacer el cuento corto, lo de comer se convirtió en un problema de compleja solución.

De aquellos días, afortunadamente, queda algo muy importante. Tuve que aprender a alimentarme de nuevo. Y la solución vino de los tomates.

Cuando sentía que el cuerpo se empezaba a apagar por puro desabastecimiento, sentía que no funcionaba correctamente, y ya no solo mi cuerpo, era la cabeza lo que empezaba a funcionar a medias, con desvaríos y con imposibilidad de entender el contexto donde estaba.

Esa era la señal de alarma para salir a buscar tomates. Elegía los tomates que más me llamaban la atención: brillantes, de color llamativo y que estuvieran prietos. Me los llevaba a casa y el primero lo preparaba lavándolo, cortándolo en gajos y lo aliñaba con simple sal y aceite de oliva virgen.

Esos primeros bocados de tomate fresco tenían acción inmediata en mí. Todo parecía recolocarse. Después, me hacía un salmorejo. Me lo servía en un cuenco bonito y preparaba mi plato como si de pronto mi cocina se convirtiera en un restaurante al que siempre quisiera ir.

Aliméntate. Come con paz. Come con cabeza. Y busca la forma de sentir agradecimiento porque tienes un cuerpo que te ayuda a moverte por esta vida. Te da soporte y casa. Comiendo lo nutres, lo cuidas y le das la posibilidad de que siga haciendo su trabajo.

Alimentarme pasó a ser lo segundo en mi Manual de Supervivencia.