La vida está envuelta en un halo de sensaciones que no solo nos ayuda a comprender el mundo que nos rodea sino, también, es capaz de provocarnos un efecto placentero que en ocasiones nos transporta a momentos inolvidables. Hay olores y sabores retenidos en nuestro cerebro, cuyo vaivén temporal te conducen por el devenir de la nostalgia transportándote por esos instantes mágicos contenidos en la memoria que, en mi caso, ya empieza a superar los cuarenta años. Y con estos mimbres, presentes en los recuerdos del tiempo transcurrido, como consecuencia de ciertos estímulos, trataré de explicar en las siguientes líneas como el sentido del gusto es capaz de activar la información retenida en el cerebro que parecía vagar por las calles del olvido. Todo comienza una fresca mañana lagunera, donde el placer de viajar en familia se une al camino que guía mis pasos por los rincones evocadores del casco histórico de La Laguna. Distraído en fachadas, adoquines y siglos impresos en casas señoriales, comienza a colarse en mis sentidos olores a pan, dulces laguneros y café que se cuelan por los recovecos del bullicio de tertulias cruzadas. Arropado por esa atmósfera que desprende ese ambiente agradable y placentero del momento, comienzo a experimentar una de esas sensaciones que, sin esperarlo, activan la memoria gustativa que te hace viajar hasta la más tierna infancia. Difícil explicar los instantes que logran parar el tiempo simbólico que te rodea, pues estos parecen manifestarse en un plano propio que en muchas ocasiones solo logras entender tú mismo. Y así, envuelto en ese extraordinario instante, junto a la Catedral de San Cristóbal o de Nuestra Señora de los Remedios, y bajo el agradable bullicio que va y viene de los distintos comercios que se encuentran en la zona, aparece ante mis ojos una pequeña y superviviente tiendita de golosinas, cuyo colorido escaparate aviva el deseo de “chicos” y grandes. Reconozco que la tentación de entrar en ella me genera un conflicto absurdo, pero colores y formatos consiguen abrir cada vez más mis pupilas y activar mis papilas gustativas. Y mientras andaba en dichas divagaciones sobre la posibilidad de adentrarme en tan dulce mundo, con la mirada distraída entre la multitud, veo como mi mujer y mi hija pequeña ya se habían adelantado a mi falta de decisión. A su salida, y de forma sorpresiva, ambas me hacen un regalo que provoca una inmensa emoción que me conduce al niño que siempre llevo en mi interior. Ante la expectación familiar, saco de la bolsa una caja de chicles Bazooka que me conducen a aquellos días felices de las divertidas golosinas de los años 80. No sé si algunas o algunos de los que lean este artículo se acordarán de esos chicles, pero si no es así, les recordaré que se trataba de unos chicles macizos interminables de fresa en cuyo interior de la envoltura aparecía una historieta divertida de Joe. Tras ese ilusionante momento, comienzo a complacer los recuerdos “sistálgicos” del pasado con la imagen de otras golosinas de los años 80 como los chiches Boomer, las blanditas piruletas Lolipop, de las que se deshacía el palo cuando llegabas al final, los saquitos de chicles imitadores de pepitas de oro Gold Nugget, los explosivos Peta zetas, palotes, caramelos Drácula o de los controvertidos caramelos de cuba libre y cigarrillos de chocolate, cuyo papel ponía a prueba nuestra impaciencia. Estos son solo algunas golosinas de las que pude disfrutar de chinijo, un mundo dulce cuya información sensorial, que parecía haberse disipado en el trastero de mi memoria, vuelve a mí en forma de chicle Bazooka.
Tengo que reconocer que mi familia, que conoce mis gustos por las golosinas retro, consiguió hacerme viajar en esos momentos hacia aquellos maravillosos años de la forma más dulce que nunca pude imaginar. A ellas, y desde un corazón sincero, solo les puedo dar las Gracias por hacerme feliz con mucho.
“¡Cuánto pequeños detalles forman a una persona!” (La mujer justa. Sándor Márai).