OPINIÓN. «El corazón del volcán» por Felipe Morales

Cuando el volcán reventó, el corazón de Aridane retumbó como un movimiento sísmico que agitó todo su cuerpo desde dentro; abrió los ojos y buscó a su madre, que corría hacia la calle, desde donde vio una gigantesca columna de humo tordo que subía como una exhalación hacia el azul del cielo desde la tierra.
Todas las miradas apuntaban hacia lo alto de la cumbre: las de las gentes del lugar primero y después las de la isla, las del país, las del mundo…, contemplando cómo el humo negro se convertía en una explosión de fuego rojo engendrado en las entrañas infernales de la Tierra. Los latidos del corazón de Aridane bombeaban sangre con la misma fuerza con la que la boca del volcán bombeaba magma, en una sincronía violenta y armónica a la vez.
Pasadas las horas, una lengua negra y monstruosa preñada de brasa ardiendo avanzaba ladera abajo, engullendo casas, fincas, palmeras… Devorando sueños, memorias, recuerdos… Pero al mismo tiempo y al mismo ritmo que la lava, del corazón de Aridane surgían ramificaciones invisibles que atravesaban las paredes, las montañas y los valles hasta conectarse con los corazones de los seres humanos que encontraban a su paso mientras miraban absortos la tragedia, y provocando en ellos una chispa de dolor que les encendía una llama de fraternidad y nobleza. Cuanto más arrasaba la lava, más corazones se conectaban entre sí a partir del corazón de Aridane, que escuchaba llorar sin consuelo a su madre, que le contaba entre lágrimas el drama espantoso que se sucedía en su pueblo, aunque él ya lo veía con sus propios ojos a través de su ventana.
Cuanto más grande se hacía la montaña creada por el propio volcán, más grande se hacía el corazón de Aridane, y a partir de él, el de los isleños de su isla, de todas las islas. Cuanta más destrucción, más ramificaciones brotaban de su pecho y más inmensa se hacía la red que se iba tejiendo, creando un archipiélago de chispas de dolor que encendían la llama que convertía a las personas en pequeños fuegos humanos que ayudaban a salvar, a calmar, a aliviar, a consolar…
Pasaban los días de lava, devastación y desdicha y el temor de Dácil, la madre de Aridane, se hizo realidad. La lengua ardiente se dividió en tres y una de ellas se precipitaba directa hacia su casa. Había que salir corriendo de allí en cuestión de minutos.
Una ambulancia llegó y dos enfermeros entraron a la casa y al cuarto donde estaba Aridane, lo alzaron desde la cama, donde llevaba acostado desde que era un niño, cuando nació con una parálisis cerebral. Al final del día, su casa desapareció al tiempo que lo hacía el sol en el horizonte marino, tragada por el magma incandescente arrojado del vientre de la Tierra.
Aquello un día terminó y pasados pocos años Aridane murió. Su madre esparció sus cenizas por la cumbre silenciosa de la isla, mezclándolas con las cenizas milenarias llovidas de los cráteres. Los vecinos de aquellos pueblos reconstruyeron sus vidas en medio de la nueva naturaleza. Decían que habían renacido de las cenizas gracias a una fuerza colosal salida del corazón del mejor hijo de su pueblo, Aridane, que encendió el amor en otros miles de corazones.
Ahora, en una placa en la nueva plaza recién reconstruida puede leerse: “A Aridane, corazón donde se une el Universo con la Tierra”. Y dibujada junto al epitafio, aquella isla bonita que los volcanes habían dado la forma, también, de un corazón.
Muchos al oír esta historia se emocionan, pero la interpretan como un nuevo mito propio de los pueblos. Lo cierto, sin embargo, es que desde que el volcán calló, entre las grietas de la lava de aquella isla brota una hierba nunca antes vista ni allí ni en ninguna otra parte conocida y a quien la mira le produce una chispa de dolor en su corazón, encendiéndosele una llama tan luminosa que le hace ver el mundo del tamaño de una aldea, en la que sus habitantes son fueguitos que se encienden y que arden la vida con tantas ganas que quien se acerca a ellos también se encienden. A esa hierbita la llaman “Latidos de Aridane”.