Hace tiempo, en uno de esos ratos de espera que tenemos las madres cuando ocupamos el puesto de taxista, me saltó en el Facebook una de esas frases que una tiene que coger con pinzas porque llevan implícito el afán de arreglarte la vida. La frase en cuestión decía que “la cura para todo es siempre el agua salada: el sudor, el mar o las lágrimas”.
Aquello me dejó pensando. La frase la firmaba Isak Dinesen, y ahí, en este juicio constante y sesgado que tengo (estoy trabajando en ello), me fui a google a averiguar quién era el individuo en sí. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que Isak era en realidad Karen Christentze. Solamente por esto, mis neuronas decidieron volver a leer la reflexión. Y, como a casi todo lo que decido darle una vuelta, la frase cayó en mi mesa de operaciones para predisponerme a diseccionarla.
De mis abuelas tengo recuerdos de sudores. Mi abuela Eulogia brotaba en sudor apenas se moviera un poco. Y no es porque fuera una mujer corpulenta, más bien era que en cuanto se ponía a trabajar, se enfajinaba y todo lo hacía a lo grande y a lo bruto. Sin embargo, a mi abuela Teresa nunca la vi sudar, y si había tal calor que le pudiera provocar el sudor, directamente se fatigaba.
Yo tiendo más al sudor de mi abuela Eulogia, broto rápido, pero la sensación lejos de curarme nada, me envuelve en fatigas, como mi abuela Teresa. Así que lo de arreglar cualquier cosa sudando, me di cuenta rápido que para mí no aplica.
Con el llanto, no sé realmente qué me pasa. Podría decir que soy una persona no llorona. Recuerdo en la Universidad a algunas de mis amigas que de pronto se veían atacadas duramente por la nostalgia, se daban una buena llorada y como nuevas. Nunca pude hacer yo eso. No es que no llore, alguna lágrima se me salta, pero realmente curarme, no me cura nada. Es un tratamiento muy leve para mí.
Ahora, el mar… Aquí ya estamos hablando en serio.
Salir de casa, andando. Dejar que mis pasos, que aparentemente van sin rumbo definido, se dirijan de forma segura hacia el litoral. Llegar al trozo de océano que me obliga a respirar hondo y que, si lo dejo, me sostiene. Al mar tienes que llegar moviéndote, para que cuando lo tengas de frente, la necesidad de tocarlo y de meter, aunque sean los pies en la orilla, sea inaguantable.
Unos días olerá a reboso y a salitre. Otros, a crema solar.
Habrá días donde estará apacible, tranquilo y manso. Y su superficie será clara y cristalina como un espejo. Así está cuando dicen que parece una balsa o que está planchado. Habrá veces que tenga pequeñas olas, que vienen y van. Una cantidad de agua que se amontona en lo alto para luego dejarse caer en la orilla. Haciendo música. Otros, dará miedo y tendrá la apariencia de una fiera temible que amenaza con tragarte si osas acercarte demasiado.
Parar, respirarlo, oírlo, tocarlo, incluso saborearlo. Estudiar sus estados y conocer sus movimientos para saber, en función de ellos, hasta donde puedes llegar cada día.
Aquí si hay tratamiento para mis males. Uno que se adapta a la gravedad de cualesquiera que sean las cuestiones que me ocupan o me preocupan. Y que, al menos, las hace más llevaderas. Muchas veces no hará falta hacer gran cosa, solo colocarme delante, con la distancia medida en función de su estado, y mirar. Mirar incluso con los ojos cerrados.
Sí, definitivamente esta sí es el agua salada que debe estar en mi Manual de Supervivencia. Porque no solo sirve para lo que haya que arreglar, hay días que todo está bien y llevarme hasta la orilla es ponerle broche de oro a lo que ya es bueno. ¿Quién puede negarse a eso?