Tengo fama de que hablo hasta durmiendo. No puedo corroborarlo, porque cuando plancho la oreja, suelo desconectar totalmente. Pero vamos, que dicen que soy una habladora profesional. Cuando era pequeña y me daban el boletín de notas, siempre estaba esa coletilla: es muy habladora. Y con esa etiqueta he ido moviéndome por la vida.
Ha sido en la madurez (ejem) cuando me he dado cuenta de que puede que sí, que me guste hablar, pero también me gusta muchísimo el silencio. No, corrijo, no es que me guste, es que lo necesito.
Dice mi hermana pequeña que una vez se fue a verme a Gran Canaria. Cuando llegó la mañana, se despertó y, sobre la marcha, empezó a contarme cuanta cosa creyó conveniente. Dice que le dije: «Iris, hasta que me tome el café, silencio». Debió impactarle porque era chica y aún lo recuerda. Dice que según se me terminó el café tenía la cara como distinta, y que le dije: «ahora, ya me puedes hablar». En ese momento le parecí la viva representación de todos esos chistes del café primero. Pero la cosa no iba por ahí.
Cuando estudiaba en la Universidad, compartía piso con mi hermano. Cada día nos levantábamos más o menos a la vez. Cada uno se aseaba y se alistaba para salir. Antes, desayunábamos uno frente al otro. Estudiábamos lo mismo, así que íbamos juntos. Salíamos del piso, nos metíamos en el coche y no era hasta cuando empezábamos a entrar en el Campus, que uno de los dos decía algo así como: «parece que hoy va a haber menos frío».
Todo lo anterior lo hacíamos en el más absoluto silencio. Y todo estaba bien. Necesitábamos aquel silencio para despertarnos. Ni estábamos enfadados, ni tomábamos café en el desayuno.
Un día contándole esto a mi padre, me compartió un recuerdo de sus abuelos. Su abuela Maximina y su abuelo Rafael vivían en El Cotillo. En aquel tiempo se cocinaba con leña y cada día tenían que ir a buscarla. Y con unos cuantos niños que alimentar, se precisaba de un fuego constante. El sitio no les quedaba muy a la mano e iban los dos juntos cada día a buscarla. Parece que el trabajo les llevaba un par de horas de caminata, de ida y vuelta. Caminaban, llegaban al sitio, recogían la madera, cada uno se hacía con su jase de leña, se lo cargaban a la espalda y emprendían el camino de vuelta. Pues, el matrimonio era famoso porque hacían todo ese trabajo sin dirigirse la palabra. Cero conversación. Cada uno iba sumido en sus propios pensamientos. Todo el mundo achacaba aquel comportamiento a que eran así, como un poco brutos. Cuando mi padre me lo contó, le encontré toda la lógica del mundo y además me reconocí totalmente en ese silencio. No es brutalidad, es necesidad para la supervivencia. Estoy convencida de que pensaban como yo: primero aislarse del ruido y luego dejar de generarlo. Mis bisabuelos se parecían mucho a mí o yo a ellos. Puede que tal vez, este sea otro de esos rasgos que forman parte de mi comportamiento y que no es casual, igual que, supongo que hizo mi abuelo Silvestre con la escritura, hicieron mis bisabuelos con el silencio y me lo traspasaron en el ADN. Y sigo pensando que nada tiene que ver con ser bruto, tiene mucho más que ver con sobrevivir.
Con el tiempo me he dado cuenta de que hay tantísimo ruido a nuestro alrededor que necesitamos mucho más silencio para seguir funcionando bien. Cuando hay silencio, tus pensamientos se ordenan, son claros y te van diciendo hacia donde tienes que ir. En silencio no puedes negar lo que sientes, ni tampoco lo que realmente estás pensando. Porque cuando hay silencio, lo que queda es la verdad. En el silencio solo quedas tú. Ahí es donde te encuentras.