Con la llegada del Solsticio de Invierno, tal y como había ocurrido en el orbe conocido los últimos dos mil años, se celebraba también en Isla Seca la Festividad del Nacimiento de Ayoze, el Niño Divino que había nacido en el portal de Cardón, según cuenta la versión local de aquella universal leyenda. No obstante, muchos sospechaban que esta retorcida variación del mito sagrado fue una manipulación ideológica de la Orden de la Ardilla, de conocido credo nacionalista, que era la que concentraba todo el poder en la isla en los inicios de la Nueva Era. Tan grande fue su autoridad que llegó a imponer la pella de gofio como alimento oficial, lo que provocó la muerte por añurgamiento de muchos peninsulares del Imperio Ibericus que colonizaban el territorio. El suceso llegó a los tribunales: se detuvo en una herriko taberna aborigen a Joseba Mikel Barra Gán, uno de sus líderes perpetuos, como autor intelectual del añurgamiento masivo. Por ello fue condenado a la ingesta de tortilla hispánica y empanada galaica durante tres años, dos meses y un día.
En todo caso, la milenaria tradición promulgaba que durante las Fiestas del Niño Ayoze se impusiera una tregua entre todas las Órdenes de Poder de Isla Seca y se organizaran actos de paz y amor entre todos sus soberanos y líderes, así como con el pueblo, independientemente de su raza o linaje.
Reunidos en el Salón de la Corte de la Casa-Palacio, los miembros de cada Orden discutieron cómo proceder en esta ocasión para hacerse los obsequios entre ellos. La reina Loila II propuso que esta vez se hiciera el amiguito invisible, lo cual fue votado por unanimidad, pues era la fórmula ideal para evitar posibles afrentas y hasta posteriores venganzas mutuas. Tras el sorteo a ciegas, siete días más tarde se volvieron a reunir en el mismo lugar para intercambiarse los respectivos regalos.
Al líder de la Orden de la Rosa, Blasón de la Costa, alguien le regaló una perra de caza que se llamaba Tarfaya, y también una maqueta hecha con corcho de la Ciudad de los Sueños, que con tanta pasión había intentado promover infructuosamente en las Dunas Sagradas. Sin embargo, no le hizo mucha gracia ni lo uno ni lo otro, porque él tonto no era.
Al líder de la Orden de la Gaviota, Yo Claudio, le obsequiaron con una botella de aceite de pardela, con una nota escrita en la que pudo leer: “Es un remedio buenísimo para los dolores de la oposición crónica”. Él masculló entre dientes unas palabras que por decoro histórico no han de quedar registradas en este pergamino… Sobre todo cuando vio de reojo las risas contenidas de Blasón y sus camaradas.
A Serguei del Sur, antiguo rey medieval y líder de la Miniorden del Cangrejo, le regalaron un puente colgante hecho con plastilina y, aunque llevaban años haciéndole el mismo regalo, a él le hacía la misma ilusión de siempre.
Por su parte, la colíder de la Desorden Román-a, Lady Sonya, retiró el envoltorio que cubría un cuadro de gran tamaño; en el lienzo vio pintada una peña, con una inscripción en la esquina inferior del mismo que ponía Isla Seca Avanza. Instintivamente le entraron arcadas y fiebres súbitas, por lo que hubo de ser atendida por los servicios de la Corte.
Loila II era la última en descubrir su regalo. Ilusionada y nerviosa rasgó el papel estampado que envolvía un gran bulto informe; era una gigantesca ardilla de peluche…
Posteriormente, tras muchos otros eventos populares, tuvo lugar la Cabalgata de los Reyes Majos, los cuales, subidos a lomos de sus camellos, recorrieron las destartaladas calles de Puerto Capitalis. Pero, ocultos tras aquellos pomposos ropajes, las majas majestades eran en realidad los líderes de las tres grandes Órdenes de Poder: Loila II, con una frondosa barba rubia, lanzaba a los niños ardillitas de mazapán; Blasón de la Costa, que era el rey negro, les arrojaba caramelos con sabor a rosas; y Yo Claudio, por su parte, les lanzaba gaviotas de papel con una peladilla dentro, provocando heridos de consideración.
Cuando la reina regresó exhausta a la Casa-Palacio, antes de dormir le dio un fuerte abrazo a su enorme ardilla de peluche… haciendo estallar todas las bombas fétidas que rellenaban su interior.