Ha llegado el momento del año en el que la estación nos va llevando para adentro. Junto a la fortuna de vivir en esta isla que nos regala buen tiempo, grandes extensiones de arenas varias donde poner los pies y salir ensalitrada; tenemos la desventaja de no poder disfrutar de los colores naranjas que regala el otoño. Y está bien, este es nuestro entorno. Al que queremos y aquel que es bueno de corazón, respeta, acepta y cuida.
Y dentro de este otoño primaveral tenemos también que aceptar los cambios de hora que cada año nos hacen. Dos cambios, por si una fuera poca. Si te digo la verdad, este baile de horas yo no lo termino de entender.
El otoño descafeinado que vivimos por aquí trae menos horas de luz, lo que nos facilita la entrada en casa. Y con todo el tiempo que vamos a pasar en nuestros aposentos, debería importarnos muy mucho el construir un sitio donde nos sintamos abrazados, no uno del que queramos salir corriendo. Desde luego a mí me ocupa bastante en mis pensamientos. Cada cosa que entra en casa está pensada. Huyo de los sitios recargados, donde me parece que casi no puedo respirar. MarieKondo me hizo minimalista y elevó mi gusto por el orden a niveles infinitos. Y después de dos libros y no sé cuántos documentales, viene ahora a decirnos que con tres hijos no se puede… ¡Ay Marie! Tú me lo perdonas, pero igual esto te lo tenías que haber pensado antes de sacar tu dedo acusador, que bien que te luciste llamándonos “flojitas”.
La cosa es que, en mi caso, mientras tuve a la hija chica, hice lo que pude. Durante casi diez años el salón tuvo un rincón enorme dedicado a juguetes y dispersiones varias. A veces miraba aquel rincón y me estresaba solo de verlo. Entonces me acordaba de mi madre y su tan famosa frase de: todo pasa. Y después de un suspiro profundo, lo dejaba estar. Tenía claro que llegaría un día en que aquellos juguetes saldrían de aquel rincón.
Yo quería una casa que me acogiera, pero a veces, solo a veces, hay cosas que no tocan. Y haces lo que puedes con lo que tienes. Mi orden, y mi abrazo en aquellos días, lo centré en mi cama. En regalarme el mejor descanso posible, algo que sigo manteniendo. Me compré unas buenas sábanas, unas de un tejido fresco y que no hicieran pelotillas al tercer lavado. ¿Hay algo más desagradable que las pelotillas en una sábana? Lo rematé con un nórdico ligero, que abriga pero no te asa, y lo cubrí con alguno de mis quilts. Cualquiera de los que cosí durante horas con mis manos, allá por los dosmiles, pero que tenía bien guardados en el armario. Di por acabada la etapa de solo contemplarlos. Me dediqué a usar uno cada mes. Pero no termina ahí mi rutina mágica de descanso.
De los años universitarios y de compartir piso con mis amigas me traje algunas manías. Como la de no tener cortina de plástico en la ducha y la de ponerle colonia a la cama antes de hacerla. En aquellos días teníamos un difusor comprado en el “150” que después pasaron a llamarse “Todo a un euro”; rellenado de colonia de bebés. Rociábamos las camas con la colonia y cuando llegaba la noche y te metías entre las sábanas, un delicioso aroma, fresco y tierno, nos recibía. Hoy todo es moderno y existe en el mercado una gran variedad de brumas de noche, de un montón de aromas y marcas. Me he pasado del olor de bebé a la lavanda, que favorece el descanso y la relajación. Cada vez que llego a la cama, siento que me acoge la de un hotel de cinco estrellas. Esta es la pequeña cosa que cambia el simple acto de meterte en la cama.