Hace apenas un mes fue noticia que una gran máquina excavadora, con su pala implacable, llegó hasta la casa de mi bisabuela Maximina. Con unos pocos movimientos de su maquinista tiró la casa abajo, para dolor de muchos y sorpresa de pocos.
Cuando nos echamos las manos a la cabeza y se quiso gritar para pedir cordura, nos encontramos con la burrocracia: un plan de protección de inmuebles que forman el conjunto de lo que es el patrimonio histórico de este trozo de tierra en medio del Atlántico, que tendría que estar recogido en un catálogo que lleva veinte años redactándose y que, por lo visto, no acaba; una licencia concedida hace más de diez años y un montón de intereses, económicos por supuesto, por parte de una mercantil y que irán a parar al bolsillo de unos pocos. Muy pocos, pero muy bien conectados.
Y así se escribe o se destruye la historia.
Casi cincuenta años tengo y en todo este medio siglo la casa de mi bisabuela Maximina ha sido un referente. Un check point. Un trozo de constante entre tanto movimiento variable. Este viaje, a veces complicado y a veces liviano, se va pasando porque uno tiene piedras en las que mirarse y a mí, concretamente, pensar que estas piedras seguían en pie después de tanta batalla, me daba esperanza y algo de empuje para seguir bregando.
Pensar que esa casa, que fue construida con las manos de mi bisabuelo y probablemente algunos hombres más de la familia, con mucho trabajo y necesidad, seguía en pie, me hacía recordar de dónde vengo y cómo salieron para adelante los que llegaron antes que yo, cuando las cosas no eran ni la mitad de fáciles de lo que son ahora. Y allí seguían y siguen algunas, las que han tenido la suerte de estar en enclaves menos jugosos o con ojos mejores vigilantes que esta. De pie, en este terreno hostil de sol y viento. De historias y de raíz.
Era la casa de mi bisabuela Maximina, que vivió en esa casa, que crio un buen puñado de hijos y que trajo al mundo otros tantos, porque era la partera; una mujer que no conocí personalmente, pero que tenemos presente en toda la familia porque se hizo notar.
Este año, que ando metida en todo lo que suponga mover las manos y que nos lleve a construir y aprender, me siento más unida que nunca a la historia que he vivido y a la que me han contado. Las mujeres de mi familia, y como casi todas las de la Isla, movidas por la necesidad más que por cualquier otra cosa, movían las manos. Incesantemente.
Cultivando la tierra, ordeñando las cabras, cogiendo carnada o cosiendo traíña. Trabajo no remunerado en la mayor parte de las veces, pero que garantizaba el alimento de las familias. En otros ratos, que no vamos a decir que eran de tiempo libre, porque estaban cargados de numerosas responsabilidades, digamos que estas tareas dejaban de ser urgentes, pero tenían igual importancia. Estas tareas como escribo, englobaban el coser, remendar, tejer, hilar y/o calar. Las manos de estas mujeres, mis mujeres, se movían incansablemente. Y las generaciones siguientes aprendían y daban continuidad a estas tareas, observando.
Y pasaron los años y con ellos llegó “el progreso”, que me sale sarpullido cada vez que lo oigo. ¿Cómo se le puede decir progreso a esto? A tirar las piedras que nos sustentaron, a derribar los muros que nos dieron cobijo, a borrar lo que nos queda para entender de donde venimos.
Me perdonan, pero no, esto no es progreso, ni nada que se le parezca.
Lo dijo Lezcano: “de afuera han de venir técnicos de alambrar los horizontes, de encadenar la arena, de hacer nidos de muerte en nuestras fincas, de emponzoñar el aire y la marea…”.
Llevan casi un siglo haciéndolo y, mientras, nosotros redactando catálogos y bajando la cabeza.