Hay una canción sobre las madres que el año pasado, si no me traiciona la memoria, sonó muchísimo. La de Rigoberta Bandini. La he tenido que ir a buscar a Google porque, como no me encantó en su momento, tampoco he seguido indagando ni en la canción ni en la autora. Me lo perdonan. Bueno a Maluma lo conozco, claramente, y a Quevedo, también. Pero una tiene ya una edad y asumo que me quedé clavada en músicos como Jorge Drexler, Ismael Serrano o John Mayer. De John no me pierdo un disco y tengo un plan de ahorro de esos que te ofrecen los bancos, para ir a verle en algún momento a un concierto en directo. Espero poder ir yo y que no me lo termine pagando mi hija porque lleve toda la vida de majadera con él.
La cosa es que en esa canción que comento, dice algo así como que las madres siempre tienen caldo en la nevera. Mira tú que con eso fue con lo que me quedé de toda la canción. El caldo fue una de esas cosas a las que no le presté la debida atención hasta que me reproduje. Esto de criar da una trabajera tremenda y hay días, o noches, que una lo que precisa para seguir existiendo: es un momento de paz, algo que te reconforte como un abrazo y que te de la confianza y seguridad de que todo pasa, como siempre dice mi madre. Conseguir estas tres cosas puede convertirse en una tarea compleja. Yo puedo decir que las he encontrado en un tazón de caldo.
Vengo dándome cuenta de que hablo mucho de comida por aquí. Una cosa que no me hubiera creído si esto me lo cuentan hace veinte años. En aquellos tiempos, porque fue un período más largo de la cuenta, oír, hablar o pensar en/de comida era un total sufrimiento para mí. En esos días, sin echarle cuentas, el caldo fue indispensable.
En mi nevera siempre hay caldo. De verduras, de pollo, de carne, de huesos. Además de que tiene un montón de propiedades y beneficios, te hace el previo a cualquier guiso que quieras hacer. En mi caso, lo puedo tomar caliente o frío; así que, seas madre o no, ten siempre caldo en la nevera. Y si no sabes, aprende a hacerlo.
El caldo de cabecera en mi casa es el que se hace con carne, garbanzos y verduras. El típico caldo que sale del puchero. Ya te conté, por si eres foráneo, que el puchero es la comida con la que se celebran las fiestas. Carne de cabra, garbanzos y un montón de verdura. Cuando todo está ya casi guisado, se saca ese caldo, que te puedes comer así mismo, pero la tradición manda que se ponga en un caldero aparte. Se le añade fideos finos y colorante, y se deja hasta que la pasta esté hecha. Esa es la sopa del puchero. Y se podría quedar ahí, en el caldo con los fideos. Pero ya sabes que este año, en esta columna, estoy enfocándome en esas pequeñas cosas que convierten lo ordinario en extraordinario. Y con la sopa, esto lo consigues añadiéndole unas tiritas de pimiento rojo crudo y unas hojas de hierba huerto a ese caldero. Tan poquita cosa y tan extraordinario el cambio. Si te toca en el plato, la hoja de hierba la puedes apartar y las tiras de pimiento también, aunque yo me las como.
Llega el día de la fiesta y cuando se empieza a servir la comida, la frase que predomina es: ¿Fulanito quiere sopa? Porque también tiene enemigos este caldo: agosto, mediodía, comida caliente… Algunos dicen que tomarte esto y detrás el puchero es de valientes. Yo aviso, a mi casa no vengas a celebrarme la fiesta del pueblo si no vas a ser capaz de aceptarme el plato completo: puchero y sopa.