Cuando era chica, porque pequeña sigo siendo, las estaciones estaban definidas entre otras cosas por la fruta que encontrábamos en la tienda. Nunca había melocotones en octubre y mucho menos sandía en enero. Los melocotones y las nectarinas aparecían en julio y desde junio a septiembre teníamos la sandía y el melón. Ahora hay de todo, todo el año, y se supone que esto es el progreso.
Todos mis veranos los he pasado en la playa. Desde que nos daban las vacaciones del cole íbamos haciendo los bolsos y nos trasladábamos al Norte. Primero a casa de mi abuela y luego a la nuestra propia. Nos íbamos con mi madre, esperando a que el Planeta Neptuno parara la campaña. La semana de la fiesta del Buen Viaje, hubiera o no hubiera mancha de atún, al Planeta se lo atracaba en el muelle de Puerto, y todos a rendirle homenaje y presencia a la Virgen. Y a gozarse la fiesta, claro.
Cuando aún mi abuela Eulogia vivía, se organizaba un día de playa familiar. Se elegía la playa y para allá que nos íbamos todos.
Las mejores excursiones eran las que se preparaban sin comida. Es decir, se llevaban cosas, pero se comía lo que se cogía. Ya fueran unos mejillones, un par de pulpos o algún pescadito. Claro que esto lo sé ahora, de pequeña pensaba que aquella gente era muy arriesgada sin tener pensado qué comeríamos. Hoy sé que ellos decidían qué harían, si pescar o mariscar según les apeteciera. Desde mi tierna infancia sufriendo por la planificación.
Fuera como fuera, lo que nunca faltaba en aquellas excursiones era la sandía. Una sandía entera y grande, que éramos muchos.
Estar todo el rato en remojo, comer de lo que había y terminar después comiéndote una buena tajada de la sandía era un placer infinito. La sandía era el postre o la merienda perfecta para aquellos días de sol y sal. Daba igual que estuviera ya un poco caldeada y que las chorreras de la sandía te llegaran a la barbilla. No había servilleta para tanto niño chorreado. Así que según terminabas de comerte tu rodaja de sandía, te metías en la marea a limpiarte aquellos jugos.
No creo que haya niño majorero de mi generación que no haya vivido esto. Y que según vea aparecer la sandía en el supermercado, no se le vengan a la mente estos recuerdos de infancia.
Todo ha ido cambiando, tanto, que ahora hay sandía en cualquier momento del año. Algo que no es ni natural ni bueno. Opinión mía, personal e intransferible que nadie me ha pedido.
Yo necesito que las cosas estén en su sitio para seguir sintiendo que la vida tiene cierto orden. La sandía es del verano y se debe comer en la playa, entre la arena y el salitre. Y aunque me coma la sandía en casa, no me sabe igual.
Ya no tengo una familia enorme con quien ir juntos a la playa. Nos hicimos mayores, mi abuela ya no está y la siguiente línea, peinan más que canas. Nos hemos ido reproduciendo y desperdigando a lo largo de la isla y muchos de los nuevos no han tenido oportunidad de fabricar estas vivencias.
Estos recuerdos que tengo de mi infancia son como la sábana que te pones por encima en la madrugada del verano. Cuando duermes con la ventana abierta porque el calor se sufre casi todo el día y la noche. Pero cuando llega la madrugada refresca, esa sabanita te abriga. Los recuerdos de la infancia son así.
Desde que tengo una personita de la que hacerme cargo, tengo como primera misión fabricarle buenos recuerdos. Llenarle una mochila de estos abrigos para las madrugadas. Hasta ahora creo que he acometido esta misión de forma satisfactoria. Este verano me he propuesto añadir una sabanita más.
Este verano habrá playa y un tupper lleno de sandía.