Cuando era chica, ya saben, de edad porque de tamaño sigo siéndolo, mi hermano siempre me vacilaba contándome el mismo chiste: “¿Sabes cuál es el colmo de un jardinero?: Tener una hija que se llame Margarita y que la dejen plantada”.
Luego se reía y me decía que el chiste no me aplicaba porque nuestro padre no era jardinero. Cosa que a él le daba igual, porque seguía contándome el mismo chiste cada tanto.
Creo que fue a base de esa broma cuando fui interiorizando que mi nombre era el de una flor más que el de un color. Probablemente en esos tiernos días fue cuando se me instaló la semillita del gusto por las flores, aunque claro, eso es algo que se te va quedando en algún cajón del cerebro del que no eres consciente.
Ya más grande, recuerdo estar en la casa del Norte, arrancarle flores al jazmín que hay plantado en el modesto jardín que tenemos allí y colocármelas en el pelo. Ahora se las arranco al hibisco.
Hasta que no me fui a vivir sola, no me di cuenta de algo que hacía mi madre con frecuencia y que empecé a echar en falta. Un par de veces al mes, mi madre se acercaba a la floristería y compraba un ramo de claveles que colocaba en varios jarrones en la casa.
Toda mi juventud esto lo di por sentado. Como que saliera agua caliente del grifo o que cada día hubiera comida en la mesa. Esas cosas que una no aprecia hasta que sale de casa y asimila que todo eso de magia, tiene poco, y que va a tener que ponerse manos a la obra si quiere seguir viviendo como lo venía haciendo.
Al principio, me fui haciendo todo menos lo de las flores. Me parecía menos necesario que poner lavadoras o llenar la nevera.
Un día, después de una limpieza de esas típicas de primavera, me senté en mi sofá y puse los pies en alto, saboreando el descanso merecido como una gran señora. Pero algo faltaba. No sabía decir qué exactamente, pero algo no estaba como debía. Todo estaba limpio y oliendo a fresco, pero le faltaba algo así como alegría. Entonces me di cuenta: me faltaban las flores.
Salí escopeteada antes de que cerrara la floristería y me compré un ramo de margaritas. Al llegar a casa, las separé y les corté los tallos para dejarlas a la medida de los jarrones que improvisé, gracias a dos botes de judías vacíos; lo de guardar botes de cristal es bastante de señora, también. Me hicieron el servicio completamente. Los coloqué en la estantería del salón y en el mueble de la entrada. Me volví a sentar, y ahora sí. Ahora todo estaba bien. La casa estaba limpia, fresca y alegre. Y mi estado de ánimo también.
Creo que esa fue la primera vez que, conscientemente, vi el gran valor que tienen las flores. Que no solo aportan belleza o aroma; con su presencia son capaces de cambiarte humor, porque poder fijar los ojos sobre ellas y detenerte unos segundos a admirar sus formas, sus colores, respirar su aroma… a no ser que seas una piedra, vas a sentir gozo y alegría al instante.
Desde entonces en casa siempre tengo varios jarrones, algunos siguen siendo botes reciclados de la cocina, con flores frescas. Y también, si la vida me arrolla un poco, tengo unos cuantos ramos de flores preservadas, que me hacen el apaño. Las de plástico me producen urticaria, por cierto.
Me declaro gran defensora de las flores y de adornar los espacios en los que habitas con ellas. Y dentro de todas las rutinas y rituales que tengo para ir pasando por la vida super viviendo, por supuesto está la de comprar flores, tarea que te invito a practicar si quieres que tu casa esté alegre como un ramo de claveles.