En ocasiones, cuando me inunda la nostalgia pasajera, logro interiorizar el paso del tiempo en forma de fotografías de mi propia vida. Ajustando el retrovisor, comienzo a ser consciente de esa amistad efímera que establece la nostalgia con los instantes felices del pasado. Y así, sin ser muy consciente de cuándo y por qué, comienzo a pasear mis recuerdos por los rincones de la ciudad que me vio nacer y crecer, con la inconsciencia de aquel que sabe que toda evocación de tiempo pasado solo puede retornar en forma de añoranza. Soy de los que creo que no todo tiempo pasado fue mejor y que, afortunadamente, nuestra mente selectiva siempre navega interesadamente sobre aquellos soplos de alegría que se manifiestan de diferentes formas a lo largo de la vida, hasta llegar al puerto de algún tiempo y espacio feliz. Las imágenes del ayer, insertas en el disco duro de nuestra memoria, se manifiestan en nuestra propia necesidad de configurar lo que somos y sentimos. Por ello, todo recuerdo siempre parece estar envuelto en un halo de emoción o emociones que nos transportan directamente a instantes felices de nuestra vida.
Me levanto temprano, quizá con los años más de lo habitual, tomo el primer café de la mañana y decido echarme a caminar por la calle en busca de algo que no puedo en principio imaginar, pero sí sentir. En esta paradoja de sociedad, que no deja de correr física y emocionalmente haciéndose enemiga del tiempo regalado, se me antoja torcer y retorcer cada imagen que me evocan los rincones que me vuelve a brindar la calle en forma de juegos, risas y, por qué no, de algún beso furtivo. Todo depende de la generación que nos ha tocado vivir, pero estoy seguro que cada persona puede revivir aquellos instantes únicos que le ofrecen los espacios por los que ha circulado su propia historia a lo largo de su vida cuando pasea por esos lugares primigenios de su pasado que se han transformado inexorablemente a lo largo del tiempo. Y es que nuestra propia existencia no solo es una cuestión de tiempo sino también de espacio, cuya simbiosis va marcando los capítulos de nuestra propia historia a través del despertar de imágenes que fueron o pudieron ser, según se nos antoje lo que conscientemente queremos recordar. Alejándome de estas disertaciones que me revuelven el interior de mi propio ser y estar, vuelvo mis pensamientos al recorrido que estoy haciendo a lo largo de la calle. Y así, bajo el paraguas de la aceptación de una ciudad en constante transformación, vuelco la mirada hacia algunos de mis puntos de referencia vital como el parque donde jugaba de niño, el colegio y el instituto donde estudié, la tiendita de la esquina a la que tanto fui por encargo familiar, la cancha de baloncesto o el lugar donde rondaba de joven a la que ahora es mi mujer. La luz de la mañana ayuda a recrearlo todo de manera más clara, hasta hacer volar la imaginación hacia esos momentos largamente compartidos con amigos, familiares o personas que te ibas encontrando en el camino. Y haciendo este ejercicio de meditación, que me aventuro a recomendar, tengo que confesar que me siento afortunado de retener esos y muchos recuerdos más que me permiten devolverlos al presente más inmediato, a ese momento justo que necesito para seguir viajando en el tiempo hasta conseguir conectar conmigo mismo y con mi propia identidad. “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”. Marco Valerio Marcial.