En ocasiones, cuando me invade la nostalgia, mis recuerdos se pierden en esas mañanas que tuve la suerte de vivir en casa de mis abuelos, donde una vieja radio que mi abuelo había traído de El Aaiún preludiaba un apurado afeitado a navaja que marcaría arrugas pero quitaría en apariencia días a su edad. Por entonces, siendo tan solo un niño, recuerdo cómo los boleros de Machín inundaban las tareas matutinas de la casa al ritmo de “Esperanza, esperanza, solo sabe bailar cha cha cha…”, al tiempo que mi abuela preparaba el café y removía sin descanso la leche en polvo vertida en un caldero con agua caliente. Y así, al ritmo de “varillas” y canciones, mayores y niños nos íbamos levantado embriagados por los olores que salían de una cocina muy juntita a las habitaciones, algo propio de las casas humildes de entonces. Ya en la cocina, poniendo a prueba la paciencia de mi abuela, se repetían día tras día las litúrgicas y añoradas situaciones de una familia más que extensa. -Solo dos cucharaditas de café en la leche de los niños-, decía mi abuela, -el pan está un poco duro abuela- decía otro, -pues mójalo en la leche, -pásame la mantequilla-, -fulano ha cogido cinco galletas, mamá-, -no sean egoístas y repártanlas-. Así era mi mundo por aquellos días, un espacio donde el juego, las experiencias y la observación iban transformando mi propio yo. Transcurría la mañana y entre los olores de la comida recién puesta al fuego, volvían a sonar las melodías de Machín en la incasable radio de color blanco y verde, situada a esas horas en un lugar estratégico de la cocina. Esta vez, la canción parecía transportar a mis abuelos al devenir de un tiempo que les seguía llevando juntos en la misma barca de la vida. “Toda una vida me estaría contigo, no me importa en que forma, ni como, ni donde, pero junto a ti”. Movido por la melodía, mi abuelo, del que reconozco un carácter difícil en muchas ocasiones, parecía transformarse al son de la música, acercándose de forma pícara a mi abuela para que bailara con él al ritmo de un bolero que convertía la escena en un momento único y entrañable.
Con el tiempo descubrí que mis abuelos amaban la música pero, sobre todo, ir a bailar. Los fines de semana se pasaban por el Hogar del Pensionista, El Casino o la Herbania a lucir sus mejores galas y a disfrutar de los sones de un dúo u orquesta que hacía las delicias de aquellos que amaban el baile. Mi abuelo, con porte y vestimenta más propia del que parecía llegar de hacer las Américas, vestía un traje blanco impoluto con su sombrero a juego, mientras mi abuela, a la que veía desgraciadamente siempre en batín, lucía un bonito traje a juego con el color de la pintura de sus ojos y sus labios. Con mirada seria, postura correcta y disfrute contenido por el qué dirán, el tiempo parecía detenerse, probablemente por ser conocedor de que esos instantes para ellos eran los únicos capaces de romper con la monotonía y el recuerdo de una vida dura llena de vaivenes. Muchas estaciones después, y con muchos bailes y vivencias sobre sus espaldas, mi abuela se fue con las primeras luces de la mañana, tranquila, en paz consigo misma y con los demás, diría incluso que sonriendo con el relato de algunas anécdotas que tuve la suerte de contarle de mis hijas en esos últimos momentos en el que el ser humano parece ser consciente de no pisar más la tierra que te vio nacer. Reconozco que sin ella, su mundo, que fue el nuestro durante largo tiempo, se acabó, dejando un vacío difícil de llenar. A partir de ese momento, mi abuelo fue consciente de que su alma gemela, aquella que había compartido más de 50 años de existencia junto a él, se había ido al único lugar que solo tiene retorno a través del recuerdo. Y lentamente, como la llama de una vela que parece estar sujeta a la vacilación del viento y a las horas, se apagó inexorablemente años después. Sin embargo, las fotos conservadas, los relatos y las palabras escritas y ocultas siguen manteniendo vivo su recuerdo en el bolsillo del lado izquierdo de mi pecho. En la actualidad, subiendo las escaleras de la Herbania, se puede contemplar una foto de ellos bailando, como testigo mudo del relato de dos personas que disfrutaban como nadie de los pequeños placeres que les había regalado la vida en cada momento. Cuando escribo estas palabras, me viene a la cabeza una canción de Machín que escuchaba mi abuelo, pese a su carácter difícil y huraño, cuando el amor de su vida ya no estaba… “Espérame en el cielo, rogando por mi adiós, para que pronto estemos juntos allí los dos”.