OPINIÓN. ‘Sangre en Tindaya’ por Felipe Morales

El cadáver de Carmen Morales apareció en la cima de la Montaña de Tindaya. El cuerpo se halló justo donde están los podomorfos, pero sin la cabeza, que había rodado por la pedregosa ladera hasta quedar atascada en una gavia seca hacía siglos. Las cabezas no ruedan solas. Tampoco se desgajan del resto del cuerpo por sí mismas. Y eso es lo que la policía tenía que investigar a partir de esa mañana fría y ventosa en la isla tranquila.
Una semana antes, Carmen fue vista por última vez por los vecinos con su hijo recién nacido en brazos, bailoteando feliz con él frente a la puerta de su casa. Esperaba a su esposo, que regresaba esa noche después de haber estado embarcado varios meses. Iba a conocer a su primer hijo, nacido antes de tiempo mientras él se ganaba el sustento en alta mar. El Mararena llegó a puerto ese día y Antonio bajó a tierra -lo constató el comisario Umpierrez en la agencia portuaria-, pero desde ese mismo momento no se tenían noticias suyas.
La casa de Antonio y su mujer lucía enjalbegada encima de una loma pelada, separada unos trescientos metros de la Ermita de La Caridad, alejada del núcleo principal de viviendas del pueblo. El comisario creía conocer bien a su isla y, aunque era incapaz de imaginar quién podría haber cometido un crimen tan atroz y nunca visto en aquellos lares, no le cabía duda de que el asesino tenía que ser del pueblo o sus alrededores. El desaparecido marido de Carmen era su lógica primera opción, pero ni un solo vecino apoyaba esa desatinada idea. Ningún matrimonio se amaba tanto como aquel. Y así había sido desde que aquellos dos críos jugaban juntos en las calles polvorientas del pueblo.
Si la denostada sospecha del comisario Umpiérrez era cierta, el caso estaba cerrado menos de tres horas después; Ambrosio Cabrera llegó corriendo y gritando despavorido que había visto el cuerpo de Antonio rompiéndose entre las rocas y el oleaje mientras estaba pescando en los riscos.
El luto cubrió como una sombra oscura a todo el pueblo y sus atormentados moradores se encerraron a cal y canto en sus humildes viviendas de piedras ocres.
Mientras otros compañeros buscaban día y noche el cuerpo del bebé a lo largo de la costa, el comisario Umpiérrez paseaba desnortado por entre los muros de piedra, las tuneras y los barrancos. En una linde del pueblo se tropezó con la casa de Adela, la hermana viuda de Carmen, cuyo marido se ahogó años atrás por un golpe de mar en Jarugo, mientras se afanaba en coger mejillones. Con él había buscado su ansiada maternidad sin descanso, pero en dos ocasiones sus hijos nacieron muertos y, en otras tres, habían muerto antes de nacer. Desde su viudez se autosepultó con su desgracia y sus desgarros en aquella casucha aislada y sombría. Umpierrez empujó la puerta mientras pronunciaba su nombre esperando respuesta. Avanzaba por aquellos cuartos oscuros, cubiertos de polvo y olores rancios. Desde el silencio oyó el crepitar de un fuego que ardía e iluminaba la lúgubre cocina: -¿Eres tú, cariño?-, le oyó decir a Adela. Umpiérrez descorrió la cortina tras la que se proyectaba la sombra de aquella mujer avejentada, hecha de arrugas y huesos, con el rostro torturado de la locura… y un bebé mamando de su pecho mustio y vacío: -Le estoy dando de comer a nuestro hijo, cariño-.
Adela declaró que aquel día su hermana Carmen la persiguió hasta la cima de la Montaña para quitarle a “su hijo” y que allí se tuvo que defender: le lanzó una piedra en la cabeza y, tras desvanecerse, le sajó el cuello con un machete. Cuando Antonio llegó al pueblo, Adela le dijo que Carmen estaba con su niño en los riscos, esperándole. Lo acompañó, y al llegar cogió el muñeco que había envuelto en una manta y lo tiró al mar. -¡Salva a tu hijo, maldito!- Y Antonio se tiró instintivamente tras el falso crío.
Justo hoy, que se cumplen cincuenta años de aquella tragedia, ha fallecido a los noventa años el comisario Umpiérrez, quien se hizo cargo de mí cuando yo era aquel bebé, hijo del amor y la locura al mismo tiempo.
Desde la carretera, aun se alcanza a ver la casa derruida de mi tía Adela, a la que llamaban la bruja de Tindaya.