El otro día un amigo, brillante profesor y alegre amante de saludables placeres mundanos, me confesó que hacía cinco años que no leía un libro. Lector compulsivo en otros tiempos, había dejado que la complacencia en los días perezosos lentamente lo atrapara. Eso mismo le pasa a mucha gente, que prefiere pensar que mañana es un buen día para decirse ‘de hoy no pasa’, aunque las enjutas líneas negras sobre el blanco mar de un libro cualquiera le resultan muy duras de navegar.
Cuando algo nos resulta esforzado, mentalmente hacemos lo posible por exiliar esa obligación casi como un vago recuerdo cuya evocación puede llegar a parecernos hasta molesta. El ejercicio físico, las tareas domésticas, viajar, visitar y escuchar a determinados conocidos, y muchas otras cumbres de nuestra cotidianeidad pueden parecernos pegajosas. Esa sensación la podemos apreciar también en el desempeño de algunos cargos públicos, que optan por dejarse mecer por la comodidad de las indecisiones, haciendo creer, como el Cándido de Voltaire, que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
En el fondo, ese marasmo inducido no deja de ser una lenta ensoñación que se procura para justificar la falta de iniciativa y todos, en algunas parcelas de la vida, lo hacemos, como una suerte de mecanismo de defensa. Creo que el silencio, a pesar de su aparente inmovilismo, es una buena manera de exorcizar los deseos de pasividad que invaden las agendas acartonadas que no quieren ser abiertas por sus dueños. También, quienes deciden sumergirse en una duermevela constante, de día y de noche, evitando muchas veces un mínimo esfuerzo, estarían buscando la solución espontánea y ligera a muchos de sus problemas, en una huida hacia delante que ciega grandes propósitos que posiblemente nunca verán la luz.
Cuando Calderón de la Barca nos inducía a creer que podíamos vivir remando sobre aguas mansas, navegando nuestros sueños, seguramente lo hacía con la convicción de que nada es imposible; en modo alguno instándonos a escondernos en los humos de nuestra pereza de lo que está al alcance de nuestra mano. ¿Realmente la vida es sueño? ¿O soñamos para no vivir? Quizás los sueños no nos dejan ver las horas que pestañeamos a manotazos.