Llega diciembre y, si ya me conoces, llevo con una trabajera tremenda desde el mes pasado. Yo lo de este mes me lo tomo muy en serio, tanto que hasta escribí un libro (Manual de Adviento) para ver si podía contagiar a alguna más a seguirme el rollo con todo esto del Adviento.
Porque lo divertido de todas estas cosas es arrastrar gente a tu locura. Y mira, no se me ha dado mal. Tengo como medallita colgada en el pecho: el haber convertido a más de una grinch de la Navidad.
Entre todas las preparaciones que hago para este mes, la comida tiene un lugar importante. Ya sabes que después de una época un tanto oscura de mi vida donde la comida era un suplicio, ahora es algo importante que disfruto tanto degustándola como preparándola. También sabes que me encanta hacer cosas desde el inicio. Me chiflan los procesos y las cosas minuciosas.
Una comida típica de estas fechas son las truchas. Siempre las he hecho de batata, porque son las más típicas, creo yo. Por lo menos son las que se hacían en mi casa. Pero también están las truchas de cabello de ángel. Este dulce tiene mucha controversia. Cuando eres joven, con piel super tersa y bastante ego (sí, tú también, todos hemos pasado por esa etapa), rechazábamos de forma tajante la guinda del pastel, la fruta escarchada y el cabello de ángel. Yo no sé si tiene algo que ver con la textura, con el extremado dulzor o la ignorancia de la juventud. Pero la escena más típica en esa época, cuando caía en tu plato algo con cualquiera de estos tres ingredientes, era pasárselo al plato de tu madre. Las madres y su capacidad aspiradora para no servirse en su propio plato y terminar dejando limpios los de los demás. Dime si viste hacer esto a tu madre.
Después van pasando los años y entonces la madre eres tú. Y es tu plato el que se llena de estas cosas. Y un día, con un ataque de nostalgia o de cierta madurez, lo pruebas. Los ojos se te ponen en blanco, tu piel se eriza y descubres el tremendo manjar que cualquiera de estas cosas es.
Yo ya estoy en este punto. Y me gusta más una trucha de cabello que un polvorón, qué quieres que te diga.
El cabello de ángel se vende hecho en cualquier supermercado, pero ya sabes que esta sección va de darle una vuelta de tuerca a lo que hacemos para elevarlo a la excelencia, y hacer de la vivencia algo inolvidable.
Con esto en mente, allá por julio, una gran amiga me ofreció una calabaza de cabello. Ni me lo pensé. Yo no había hecho esta preparación nunca y me pareció el momento oportuno para aprender.
Tuve la calabaza viviendo el sueño de los justos hasta octubre. Y ahí me dispuse a meterle el cuchillo. Primero la corté en trozos grandes pero que me cupieran en una olla. Le quité todas las semillas que, por supuesto, he guardado. Y sancoché la calabaza. Cuando ya estaba blanda, la escurrí y dejé que enfriara. Le saqué toda la pulpa con una cuchara y la pesé. Le añadí un tercio del peso en azúcar, también la cáscara de un limón, el zumo del mismo y dos palitos de canela. Y la puse al fuego. Allí estuvo cocinándose, con mimo y tiempo, unas cuantas horas. Finalmente, pude llenar tres botes de este delicioso cabello de ángel que luego cerré al vacío. Estoy convencida de que, si no lo hago así, para estas fechas ya habría acabado con los tarros.
Durante el fin de semana de la preparación, toda la casa olía a hogar. Tú sabes la diferencia. Ahora tengo mi cabello de ángel hecho desde el principio por mí y listo para rellenar mis truchas de Navidad. Y no serán unas truchas cualesquiera.