Cuando estamos a las puertas de las celebraciones de la Navidad, me resulta difícil no mirar por el espejo retrovisor de mi vida y volver a revivir aquellos momentos tan felices que pude disfrutar durante mi infancia. Y desde esa perspectiva que empieza a regalarme el tiempo vivido, vuelvo a recalar en el puerto que fue la casa de mis abuelos, de los que sigo manteniendo un recuerdo imborrable en mi todavía activa memoria.
Todo comienza unos días antes de la víspera de la Noche Buena, donde grandes y chicos comenzamos a transitar por esa vía de la felicidad que da siempre los encuentros y reencuentros con la familia. Pero de entre todas las fechas señaladas en el calendario, me quedo con el día en el que nos reunimos todos y todas para la elaboración de truchas, rosquetes y hojuelas, los dulces de la navidad de mi infancia y la de muchas navidades de mi familia durante al menos tres generaciones.
Todo comienza con el sonido de un reloj que toca a las seis de la mañana acompañado, como cada día, por una vieja radio, colocada frente al espejo del baño, relatando las noticias en medio de un apurado afeitado. Hoy es un día especial, uno de esos en los que mi abuelo se sabe importante y “único” poseedor del conocimiento de elaboración de la masa que dará como resultado los verdaderos dulces de la navidad. Y así, con la experiencia que guardan sus manos como panadero de Puerto Cabras, empieza a mezclar los ingredientes que van a formar parte de un amasado que sigue requiriendo de toda su energía para que las “truchas” sigan teniendo esa textura crujiente que tanto gusta al paladar de los más exigentes. Junto a él, el humo de una batata sancochada y el sonido de unas varillas removiendo leche en polvo y café, inunda pasillos y habitaciones hasta conseguir despertar los sentidos de los rezagados en la cama. Comienza así un día de activa felicidad, donde grandes y chinijos tenemos una labor por desempeñar si queremos alcanzar a probar tan gustosa “ambrosía”.
Hecha la masa, el “maestro” amasador se retira a sus dependencias, y mi abuela, la capitana de tan complejo barco, engrana las tareas a desempeñar. -Ustedes cortan la guayaba, ustedes dan forma a las truchas, tu mueles el azúcar, los más pequeños “pisan” la masa con un tenedor y los mayores las fríen-. Y así, bajo esa atmósfera organizativa envuelta en el aroma de una cafetera que no para de calentarse al fuego y la música que ofrece la radio por aquellos días, todos y todas nos vamos acercando a la cocina para poder disfrutar de un momento único e irrepetible mezclado de risas, historias y algún que otro coscorrón por comer antes de tiempo. El resultado, enormemente goloso, invade fuentes y platos de truchas de batata y guayaba, rosquetes con un ligero sabor a naranja y unas hojuelas crujientes envueltas en almíbar que activan mis papilas gustativas cuando escribo estas deliciosas líneas.
Aún hoy, cuando cierro los ojos y la reminiscencia me traslada a esos mágicos días, consigo que mi mente siga recordando no solo el sabor placentero que me producía comer las truchas de guayaba, que siguen siendo las que más me gustan, sino la imagen de mi abuela Maruja arropándonos con todo su amor diciendo -coman lo que quieran mis hijos-.
Pero la felicidad de aquellos días se extendía más allá del momento de elaboración de tan preciado dulce. A lo largo de los días siguientes, familiares, amigos y vecinos recalaban en casa de mis abuelos donde eran agasajados con café y alguna truchita o rosquete, haciendo aún más grande una tradición familiar que unía lazos imperecederos.
Hoy, mis abuelos tristemente ya no están, pero afortunadamente, antes de su último viaje conseguí la receta dictada por mi abuela con paciencia y mimo, haciendo de la misma el mejor regalo de Navidad que me podía hacer, que no es otro que el de continuar una tradición que nos acerca y nos une a todos y todas como familia. Y con todos estos mimbres llenos de amor y afecto, mi familia y amigos nos seguimos reuniendo en casa los días previos de Noche Buena para compartir una tarde de elaboración de truchas, risas e historias; pero, sobre todo y por encima de todo, para seguir creando comunidad y lazos afectivos que traspasan cualquier celebración. En estos casos solo puedo decir ¡gracias abuela, por recordarme siempre que las cosas sencillas son la verdadera fuente del amor de toda familia!