OPINIÓN. «Velatorio» por Felipe Morales

A mi marido le gustaba ponerle cilantro a todo. Esa jodida costumbre la heredó de su madre, que Dios la tenga en su gloria, aunque el mismo Dios estará hasta la coronilla del hedor a cilantro que debe haber en el Paraíso desde que llegó mi suegra a sus celestiales aposentos. Pero bueno, eso es cosa de Dios y yo en sus decisiones no soy quién para meterme; si él la dejó pasar, ahora que se aguante. A quien dudo mucho que deje entrar en su Edén es a mi marido. Ya no solo porque se juntaría el cilantro de la madre con el del hijo y eso sí que no habría Dios que lo soportara, sino porque Amancio fue siempre un bicho, conmigo y con sus hijas. Ese va derechito a los infiernos, ¡que arda junto con sus jodidas hierbas! No, no me pienso callar porque lo tenga ahí delante de cuerpo presente, con la sangre todavía medio caliente. Si la de él está medio caliente, la mía aún está hirviendo del coraje que tengo. Y no, yo no voy a ser como otras que lloran como conejas delante de la gente durante el sepelio, y que desde que les dan la espalda al salir del cementerio suspiran aliviadas, van corriendo a su casa, se esconden ellas solas en la cocina y se soplan una botella completa de ron mientras cantan y bailan: “A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga”, y “Para hacer bien el amor hay que venir al sur”. ¡A buenas horas, Mari Carmen! ¿Qué por qué lo aguanté cuarenta años si tanto mal me hizo? ¡Por zoqueta! Yo eso nunca lo he negado. Hasta que me abrieron los ojos mis hijas, por teléfono, porque ellas desde que pudieron arrancaron la penca y se fueron a vivir a la Península con los novios con los que luego se casaron, una a Badalona y otra a Málaga. La primera tuvo suerte, pero a la otra le tocó un clon de su padre. Ahora, tres años fue lo que ella lo aguantó; traspuso con la criatura que les nació dos meses antes de la boda, cogió el barco de Cádiz a Tenerife y allí se puso a trabajar de camarera de piso en un hotel del sur. ¿Qué si el otro no la denunció por abandono del hogar? ¡Pero si el abandono del hogar lo hacía él, que se pasaba más tiempo en los bares que en la casa! Y mis hijas me repetían un día sí y otro también que me fuera a vivir con ellas. Y yo: pero mis hijas, cómo voy a dejar a este hombre solo; se me muere, no de hambre, porque él hacerse de comer sabe ¡con cilantro!, pero sí de pena, que se me pone a llorar como un chiquillo cuando lo amenazo con irme, diciéndole que son años y más años aguantando sus desprecios, sus gritos, sus vicios y más cosas que no les cuento por vergüenza. Y él, que me promete que va a cambiar, que me lo jura por mis hijas, y a mi me entra el sentimiento, y la culpa, y la voz de mi madre que la oigo como si estuviera viva, y su mirada, esa voz y esos ojos que me dicen que lo perdone, que no es sino un pobre hombre, que con mis sacrificios y mi entrega un día se dará cuenta y si no, Dios me lo recompensará, que más sufrió su Hijo en la cruz por nuestros pecados, también por los míos, que yo tampoco soy una santa… Y el crucifijo colgado en la pared de la alcoba, encima mismo de mi cabeza, que para verlo tenía que girar los globos oculares hasta casi volvérmelos del revés. Hasta que un día, hace ahora ocho meses, hice de tripas corazón, cogí los bártulos y me fui de aquella casa. ¡Tres días me duró el exilio! Porque me llamó para decirme que el médico le había diagnosticado cosa mala y que no había remedio. ¿Qué iba a hacer, amigas? Lo que Dios te da también te lo quita, menos mal. En fin, acompáñenme a mi casa, que mis hijas me trajeron cuatro botellas de Cacique Añejo.