Alvarito Grana se hizo adicto a las películas de guerra ya desde su infancia. Se tragaba todas las que ponían, reponían y volvían a reponer en el único canal televisivo de la época, en blanco y negro, porque hasta mitad de los 80 su madre no compró una tele en color para la casa. Entre los largometrajes que más le apasionaban estaban: El puente sobre el río Kwai; Patton; La Cruz de Hierro; Tora! Tora! Tora!; Objetivo: Birmania; Escuadrón 633; Infierno en las nubes; La Batalla de Midway; El último torpedo… Ya ven, ¡un festín!
La mayoría de esas películas las emitían los sábados en la sobremesa, como anunciaban entonces, y si no se llamaba ‘Primera Sesión’ se llamaba ‘Sesión de Tarde’. También ponían películas bélicas la noche de los viernes, o quizás era también los sábados, no se los puedo asegurar.
Cuando no estaba viendo la tele o planificando un combate en la azotea ni tampoco en clase estudiando, Alvarito iba con su padre a trabajar. El viejo, maestro albañil, se lo llevaba con él para que le echara una mano en la obra y, sobre todo, para que fuera aprendiendo. Es verdad que era aún un adolescente, pero en ese entonces eso ni era ilegal ni estaba mal visto. En cualquier caso, muchos padres lo hacían.
Pero a Alvarito aquello no se le daba nada bien; ni le gustaban aquellas fatigosas y cochambrosas tareas ni, por tanto, tenía el más mínimo interés en aprenderlas. ¡Jamás pensaba dedicarse a eso! Él estudiaba con ahínco para llegar a convertirse un día en director de cine bélico. La primera vez que se lo comunicó a su padre, este le respondió: “Estás bonito tú para una guerra”. Nunca más se lo volvería a confesar.
La realidad es que Alvarito era irremediablemente torpe y despistado para todo, menos para leer, ver la tele e imaginarse cosas inconcretas y, lo peor de todo, improductivas. Su madre, a veces, lo mandaba a mariscar con Berto, el hijo de una vecina, y mientras que Berto traía el balde a rebosar de lapas y burgados, Alvarito no llegaba nunca ni a la mitad, porque se le iba la cabeza rememorando escenas de batallas aéreas, marítimas y terrestres. Al llegar, su madre siempre se lo recriminaba con la misma frase; “¡Fuerte chico más poco ajeitao!”, o sea, negado, incompetente, nulo. Y remataba el menosprecio con un “¡Tú en el cuartel no duras ni un asalto cuando te llamen!”.
Lo mismo era con los amigos del barrio, que jugaban siempre a juegos brutos y peligrosos, como construir arcos con varillas de hierro, con los que luego se lanzaban flechas unos a otros. Flechas a las que les insertaban una aguja de coser en su punta… Al ‘Algarrobo’, que consistía en fijar en un palo largo un bote vacío de detergente o suavizante de cinco litros, para buscarse, perseguirse y golpearse con él, y al que le atizaban: ¡quemado!, ¡fuera! O, simplemente, a tirarse piedras. Eso sí, en todos los casos formando dos equipos. A Alvarito, estos juegos le espantaban y se escondía para que no lo avisaran. Por eso, los chicos del barrio le pusieron el mote de El sargento marica.
Su hermano y su hermana, cuando lo veían en la azotea de la casa metido en la tienda de campaña militar que se había autoconstruido, y donde pasaba horas planeando conflagraciones, ofensivas y guerrillas, le disparaban agua a presión con la manguera y le gritaban: ¡Alvarito…, ataque con lanzallamas!
Tiempo después, estalló una nueva guerra entre su país y el país vecino, tras varios años de tensa relación y conflictos de intereses, cosa que él nunca tuvo del todo claro. Alvarito fue llamado a filas cumplidos sus 21 años. Lo mataron en su primera incursión durante el primer combate acaecido. De hecho, según el Ministerio de Guerra, fue el primer soldado del ejército en caer de los 35.567 que se contabilizaron al final de la contienda.
Tal y como su padre, su madre, sus hermanos y sus amigos le habían insistentemente repetido de una u otra manera, Alvarito no servía para una guerra…, salvo para verla sentado frente a la pantalla de tv, hipnotizado por el fragor de las batallas.