Artículo de Opinión. ‘Mi bisabuela Maximina’ por Violeta Chacón

Mi bisabuela Maximina era la protagonista de muchas de las conversaciones que se daban en casa de mi abuela Eulogia cuando ella hablaba de su vida. La nombraba siempre con admiración, y puede que también con mucha de esa sensación que es mezcla de miedo y respeto.

La bisabuela Maximina era de Corralejo, y allí parece que vivió con sus once hermanos. Su padre se casó inicialmente y tuvo seis hijos, luego enviudó y volvió a casarse, para ser padre de otros seis. No puedo imaginarme lo que sería críar a doce hijos hace algo así como ciento cincuenta años, que son los que calculo que tendría ahora mismo.

Mi bisabuela Maximina se casó, y se fue a vivir al Cotillo. Allí tuvo y crió ocho hijos, mi abuela Eulogia, una de ellos. No era muy alta, pero era robusta y fuerte. Vestía siempre de marrón y con un escapulario colgado al cuello. Dice mi padre que recuerda a su abuela trabajando sin parar. Ayudaba en la labranza, en la finca que ellos tenían en la Rosa de los Negrines; se iba caminando a recoger leña con su marido, y podían pasar el camino sin necesidad de cruzar una palabra. Cuando escuché esto por primera vez,  reconocí inmediatamente esos genes en los míos. También mariscaba, tanto para vender como para tener qué llevarse a la mesa.

Enviudó cuando todavía era joven, lo que provocó que trabajara aún más. De lo que más hablaba mi abuela al recordar a su madre, era de todas esas veces que tuvo que asistir a las parturientas del Cotillo. No sé si tenía conocimientos sanitarios, o simplemente reunía la suficiente valentía para acometer semejante tarea. Mi abuela Eulogia asistió algunos partos con ella, y de ahí aprendió lo que pudo para hacerlo luego ella.

Visité alguna vez lo que quedaba de su casa, y recuerdo una cómoda de madera oscura y muy grande. También una cocina enorme, con un horno de leña en una esquina. Era yo muy chica, y tal vez ninguna de estas cosas eran tan grandes como mi cerebro las recuerda.

A mi bisabuela Maximina, la relaciono con el potaje de chícharos. No me pregunten por qué de esta relación de personas con comidas, pero así archiva mi memoria. No sé cómo haría mi bisabuela Maximina el potaje de chícharos, pero después de preguntar, estoy bastante segura de que era algo así.

La noche de antes se deben de poner en remojo los chícharos y la tocineta. La tocineta es una costilla de cabra en salazón. La costilla se ponía primero en salmuera, y luego se dejaba secar al aire pinchadas en un palito y envueltas en un trapo de trama ancha, para poder conservarla. Hoy nos conformaríamos con una costilla salada típica de vaca o de cabra. Cuando se va a preparar el potaje se pone agua a hervir, y cuando esté ya hirviendo se añaden los chícharos, un par de piñas de millo y la costilla. Después de un buen rato de cocción, y  que los chícharos empiecen a ablandarse, se añaden las papas y la calabaza. Y finalmente el refrito, como a todos los potajes. Y también como con casi todos los potajes, se les deja reposar antes de servir, y se debe acompañar de un buen trozo de queso. Si es majorero, mejor.

Se murió cerca de los 82 años, de lo que antes se decía: un colapso. Yo no conocí a mi bisabuela Maximina, sin embargo, he sentido siempre una unión especial con ella, eso de que fuera seria y parca en palabras, hace que me sienta bastante identificada con ella y supongo que es lo que me da la sensación de conexión. Quiero creer que el gusto por el silencio lo he heredado de ella. Supongo que a ella le molestaría tanto como a mí, llenar el tiempo de ruido.