«Catacumba y los ahorros», por Felipe Morales

Catacumba Martínez -Cata para los amigos y Cumba para los amantes-, se despertó esa mañana con la vejiga tan llena que no le dio tiempo de llegar al retrete; sus esfínteres reventaron y soltó su lluvia dorada en medio del pasillo. Hacía muchos años que tenía pérdidas, pero no de orina, sino económicas, después de que hubiese invertido sus últimos ahorros en publicar un libro de reflexiones de autoayuda que tituló “Pensatruños y Pensaorines”, pues era cuando estaba sentada en la taza del baño haciendo sus necesidades, que de la nada le venían pensamientos que consideraba verdaderas revelaciones de sabiduría sobre la vida y el bienestar. De esa manera, iba anotando en la libreta que tenía dispuesta en el bidet las ideas luminosas que aterrizaban en su cabeza. Tan segura y confiada estaba en el éxito de su obra, que no dudó en sacar una primera autoedición de cinco mil ejemplares, de los que al final solo consiguió vender cuarenta entre sus amigos y parientes, y otros cuatro que le compró el ayuntamiento para la Biblioteca Municipal.

Los apuros financieros de Catacumba parecieran ser fruto de la marca genética de su familia desde sus ancestros, que aparentaban destinados a vivir siempre en el borde desesperante de la pobreza. Protubernio y Floríndica dieron a luz a su hija en medio de la oscuridad dos años después de contraer matrimonio en la ermita de San Drogón, patrón de los feos. Pudieron irse de luna de miel antes de que ella naciera gracias a que entraron en el sorteo de un viaje a Roma por las compras de más de veinte euros en el Hiperdino. Aunque no entendían cómo podía haber tantos escombros en una ciudad tan importante, a Floríndica le parecieron muy bonitas las Catacumbas de San Calixto, y como recuerdo del primer y único viaje al extranjero de sus vidas, propuso a su esposo llamar Catacumba a su hija, a lo que Protubernio no se opuso, porque él no se oponía nunca a nada.

Los primeros ahorros de Catacumba fueron las 3.523 pesetas que fue metiendo en monedas en la alcancía de barro arcilloso que le había regalado su tía Penetrada del Carmen, y que tardó seis años en reunir hasta que la hucha estaba a reventar. Con ese dinero abrió su primera cuenta en la Caja de Ahorros, la misma cuenta -aunque con el nombre del banco cambiado-, en la que ahora tenía un descubierto de 13.876 euros, por culpa de los dichosos libros sin vender, por el crédito de la boda que seguía pagando dos años después del divorcio y por otras compras financiadas que iba pagando a plazos, aunque sin intereses.

De niña, Catacumba iba a la escuela mientras su madre trabajaba en los tomateros y su padre en la ferralla. Cuando dejó de ser niña, abandonó el colegio, y la que iba a los tomateros era ella, porque a su madre le dio una trombosis. Años después siguió completando sus estudios básicos en Radio Ecca, y luego se sacó el título de técnico administrativo en el Centro de F.P., tres calles más arriba de su casa. Trabajó en una cristalería, de camarera en un hotel de cuatro estrellas y hasta en la Comandancia de Marina. Cuando sus conocidas comenzaron a decirle que se iba a quedar para vestir santos, empezó a salir con tres o cuatro macharengos, hasta que se quedó enamorada perdida de un exlegionario que había montado el Bar Las Bolas, con el que se arrejuntó cuando tenía treinta y dos años. Con él duró dos lustros y pico, pasando trabajitos, hasta el día en que le levantó la mano por primera y última vez. Después conoció a Petrín, con quien se casó, y dos años después de la boda le confesó que había descubierto que a él en realidad le atraían los hombres y ella le pidió el divorcio, sin que hiciera falta insistirle mucho.

Esa mañana en que rompió aguas úricas, como siempre le pasaba -aunque esta vez lo hiciera fuera del tiesto-, aterrizó en su cabeza la que consideró otra idea brillante y genial, aunque como todas las anteriores, presumiblemente poco rentable: decidió ponerse al día y se abrió una cuenta en Onlyfans.