Ha llegado junio, y con él, el final de curso y el inicio de las vacaciones. Llegan también los nervios de los que se presentan a la EBAU; el estrés de los alumnos y profes que cierran el curso; más estrés para los padres que tienen que inventar cómo van a llevar el verano entre las vacaciones, los campamentos y el mes que todavía nos queda por trabajar. Visto así, parece todo un sindiós, la verdad.
No soy yo mucho de ir a la memoria para buscar mis días de colegio e instituto. No lo pasé mal, pero tampoco fue la época dorada de la que habla la Vecina Rubia en sus libros. Que qué bien que ella viviera su adolescencia tan bien, un poco de cuento me parecen, la verdad. Algunas no tuvimos esa suerte y fuimos un amasijo de sentimientos y hormonas que nos incapacitó para vivir con funcionalidad según qué épocas.
Ahora vivo esa etapa desde el punto de vista del progenitor y no puedo no hacerme cargo de lo que viven las profesoras y profesores. De cualquier nivel.
A las de infantil, porque ¡madre mía! qué chiquititos son, que todavía lidian con esfínteres y apegos familiares. A los de primaria porque empiezan las hormonas a revolucionarse y los alumnos son como esos cachorros que no terminan de integrar que ya no son niños que necesitan ayuda, pero que al mismo tiempo no pueden ser completamente independientes. A los de secundaria, porque ya la lucha con las hormonas, los caracteres y el ego es a brazo partido. Y a los de bachillerato… ¡buf! A esos directamente que les den una medalla y una paga extra, al mes.
Y estos profesionales, además de lidiar con sus alumnos, lidian con los padres, con el temario, la programación, otros compañeros… y la mayoría, con la incertidumbre de no saber qué pasará el curso próximo, porque ni plaza ni se espera. Que entre procesos de oposición, convocatorias que se alargan, nombramientos a deshora y por días, tienen el estrés garantizado.
Por eso, este junio me he propuesto hacerle un reconocimiento especial, uno pequeñito, pero personal, a los profes que tuve y que tanto me marcaron, como la Señorita Guadalupe, a la que ya le dediqué una columna. A la Señorita Dori, que me acogió en su clase de parvulario de 5 años, a la que llegué cuando el curso ya estaba empezado y que me presentó a las amigas que aún conservo.
Pero también a los profes con los que trato hoy, porque son las que enseñan a la heredera que tengo. Las profes que abren las puertas del aula, y casi siempre las de su corazón, a cada uno de los 25 niños que tienen en clase durante 9 meses. Las que aprenden cada día, porque quieren enseñar mejor. Las que tienen siempre algo de desayuno en su cajón, por si algún alumno dejó el tentempié en casa. Las que contestan al mail fuera de hora, las que dejan notitas de felicitación al esfuerzo y las que ponen límites con amor y nos ayudan a los padres a educar. Porque realmente, nuestros hijos se educan en muchos sitios y, aunque la educación general recaiga siempre en última instancia en los padres, la sociedad educa, los profes educan, los compañeros educan. Es un trabajo de todos. Y si no valoramos lo que estos profesionales hacen por nuestra sociedad, estamos perdidos, porque las generaciones vivirán pegados a la tecnología, pero no serán capaces de unir de forma lógica y razonada los acontecimientos y necesidades. Le pedirán a chatGPT qué hacer y mucha suerte con eso.
Por mi parte, este junio, me voy a despedir de un buen puñado de profesionales que han remado conmigo durante ya 9 años, construyendo personas de la mejor forma. Y lo voy a hacer de la mejor manera que sé: agradeciéndoles y reconociéndoles su trabajo y esfuerzo.