OPINIÓN. «Plantar un bulbo», por Violeta Chacón

Hace unos años, por esta misma época, compré en una tienda de una gran cadena, una de esas que están en la isla, unas macetas con un bulbo. Era una de esas plantas preciosas que sacan tres flores que mira una para cada lado. Las hay blancas, rosadas y encarnadas, como diría mi abuela Teresa. Sé que hay gente que les dice: suegra y nuera. Porque una sale de espaldas a la otra, metiendo ahí bien de creencia y cultura popular, y de la mala relación manifiesta y general, entre estas dos posiciones familiares. No seré yo la encargada de desmentir o afirmar esto, porque qué les digo: ni tengo suegra, ni he sido nuera nunca. Tendremos que hacer una encuesta de estas que tanto se van a poner de moda estos días.

La cuestión es que los bulbos se llaman Amarilis, y yo nunca los vi durante mi infancia ni juventud en esta isla. Supongo que ese fue el exotismo que me llamó la atención y que hizo que no solo comprara una maceta, sino unas pocas. ¡Póngame una de cada color, oiga!
Las disfruté poco más de una semana dentro de casa y luego las tuve que quitar. Las flores se marchitaron y aunque luego salieron dos tallos largos, también se terminaron poniendo amarillas y, claro, sin la flor, aquella media cebolleta perdió toda la gracia. Las quité del salón y me las llevé a ocupar sitio en el balcón cubierto, que la verdad no es un balcón ni terraza, pero hace un apaño.

Pasadas unas semanas, en mi continua fijación de tener un salón selvático y de hacerme yo criadora de plantas, me dediqué a sacarle hijos a todas las plantas que llegaban a mi casa. Unas venían del vivero, otras las afané descaradamente de los jardines municipales. Mi interés era sacar plantas de una hoja cualquiera y ver si era capaz de darle a cada intento lo que precisara para que se terminara haciendo planta. En una de estas sesiones de propagación me vi necesitada de macetas. Y en ese momento entraron en juego nuevamente los bulbos amarilis de los que te empecé a hablar. Allí tenía yo cinco macetas con sus cebolletas o bulbos. La solución era rápida. Eché sin mucha atención todas aquellas cebolletas en una maceta grande que tenía guardada de otra planta que pasó a mejor vida y en nada conseguí macetas para mi tarea.

Siguió pasando el tiempo y aquella maceta grande se fue convirtiendo un poco en papelera. Allí fui echando restos de otras macetas, de tierra, de abonos… lo que me fuera cuadrando para seguir dejando macetas libres.

Pasó un año cuando me di cuenta de que la papelera estaba brotando. Todas aquellas cebolletas estaban floreciendo de nuevo. Sin yo haberles prestado atención alguna. No les hizo falta nada de mí para que volvieran a vivir en forma de planta. Estaba en su ADN. Mientras yo vivía pendiente de la comida, la casa, la niña, el trabajo… aquellos bulbos hacían lo suyo, intentando pillar sol, agua y lo que quiera que necesitaron para salir adelante al año siguiente.

Desde que fui consciente de lo que pasaba en aquella maceta, mi atención se volcó en ellas y me pasé el mes siguiente haciendo un seguimiento preciso y constante sobre las nuevas flores que iban a salir. Creo que ese año fue el que más he disfrutado la floración de estos bulbos. Porque siguen conmigo y año a año me regalan sus preciosas y vistosas flores.
Nunca olvido la lección que me dio la naturaleza y que nos sigue dando apenas la observes un poco. Todo sigue su curso y hace lo que ha venido a hacer. Aunque no lo parezca, en la oscuridad de una maceta también pasan cosas.

Estamos en el mes en el que se inaugura la primavera, ¿te has preocupado de un buen entorno para que también puedas florecer?