Vivo en la planta alta de un edificio con un solo timbre. No es que se haya roto, es que nunca se instaló. Entré así y esto era algo provisional, porque íbamos a arreglarlo. Y entonces pasaron los meses o los años, más bien. Para cuatro van ya.
Pasa en las mejores familias: lo provisional, si no molesta a demasiados, se queda permanente. Primero es una persiana que no se recoge bien, luego no abre y, finalmente, se atranca. Es en ese momento cuando se pone manos a la obra y se arregla. Pero hasta ese momento, se queda provisional como quiera que esté, porque el día a día nos come las horas y siempre hay otro caldero al fuego que requiere de nuestra atención. Así por lo menos pasa en mi casa.
Vuelvo al timbre, cuando tocan a la puerta y sé que los vecinos no están, me apresuro a salir al balcón para saber soltar el común grito de barrio: ¿quién es?
La semana pasada, pasó todo esto que vengo escribiendo. Y quien tocaba era el muchacho que nos trae el agua en botella de cristal. En esta casa dejados, pero comprometidos con lo que importa. En el tránsito de ver quién era y de bajar corriendo a abrirle para que estos muchachos no perdieran tiempo en su reparto, pasé corriendo por la cerradura de la puerta del balcón, que tengo que decir que es de madera y que el picaporte parece haber sido afilado con una piedra de amolar recién estrenada.
¡Zas!, agujero al canto en la camisa.
Atendí al señor del agua y me volví al espejo a ver cómo de grande era el agujero de la camisa. En medio del pecho y de unos cuantos milímetros. Otra camisa para la porra. Y ya van unas cuantas.
Quejándome del suceso con mi madre, me dio la solución que, según me dijo, repetía una de sus abuelas: más vale un bonito zurcido que un feo agujero.
Y ahí me dio para pensar. Zurcir. Ya nadie emplea este verbo, porque ya nadie lo ejecuta. Nadie zurce nada, por varios motivos. Probablemente el primero es que muy pocas personas tienen ya la paciencia y el saber de ponerse manos a la obra; y, segundo, porque en seguida se enarbola el “no vale la pena”. Una camiseta vale cuatro o cinco euros. Y así vamos. Comprando agua en botellas de cristal y estrenando camisetas casi cada semana, porque con lo que valen, podemos permitírnoslo. Estaría bien permitirnos un poco de coherencia también.
La cuestión es que me puse a fondo con el tema zurcido. Y me trajo a la memoria a mi abuela Teresa, zurciendo camisas de mi abuelo. Arreglándole algún siete que se le hizo, seguro que por pasar deprisa también junto a algún picaporte. El zurcido es un trabajo laborioso y artesanal. Y no para cualquier artesano. Porque una cosa es un remiendo y otra muy distinta es un zurcido. Un zurcido requiere paciencia, orden, buen tino y una buena dosis de ser curioso. El zurcido no es apto para artesanos chapuceros.
Indudablemente mi abuela era una gran artesana. Bueno, no para la administración que se encargó de redactar la ley por la que se regula quién y cómo se da un carné de artesano. Según esta ley, para que una persona sea artesana, tiene que tener un taller de trabajo acondicionado para la producción destinada a la venta. Aquí o eres artesano porque es tu profesión o no estás en la lista. Lo que pasa es que vas a tener que hacer malabares, además de artesanía, para llegar a fin de mes, porque la cultura de artesanía está muy mezclada con la de las manualidades y cuando esto ocurre, ya sabemos lo que pasa con los precios.
La verdad, a esta ley, a mi modo de ver, le hacen falta unos buenos zurcidos, porque tiene bastantes agujeros.