Opinión. «El arte de escribir cartas», por Alejo Soler

Estimado lector, comienzo esta “carta” con el recuerdo feliz de una generación cuya principal fuente de comunicación era el “noble” ejercicio de escribir cartas en papel. Empezaré diciendo que este humilde artículo no pretende criticar las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías de la comunicación, a las que reconozco sus beneficios en cuanto a la inmediatez para contactar con cualquier persona del mundo en el instante que deseemos. Pero sí me gustaría relatar lo que suponía para mí el placer de redactar en un papel en blanco todo aquello que ocurría en mi mundo de entonces. Comenzaré diciendo que escribir una carta era un momento único e íntimo de encuentro con el diario de tu propia vida, un instante en el que el tiempo y el espacio lograban ensanchar esa parte de la memoria capaz de plasmar todo aquello que formaba parte de ti y de tu devenir diario. Me atrevería a decir que destinatarios y remitentes vivimos aquellos momentos con la ansiedad propia de esas historias que tratan de penetrar la fina piel del otro a través de ajustadas palabras deseosas de adentrarse en el fondo de las emociones. Con el fin de conducirnos al delta de los sentimientos o al argumento de lo que queríamos contar, la liturgia de escribir comenzaba con la ardua tarea de elección de aquellas ideas y afectos que querías trasmitir en esa infinidad blanca que nos ofrecía el papel. Y como en un duelo de dudoso ganador, nos enfrentábamos al ejercicio de escribir un relato de combinación de ideas y palabras que fueran capaces de mostrar lo que estaba sucediendo en nuestro propio espacio y tiempo. La mano que forjaba el papel convertía inconscientemente el mero objeto físico en un regalo solo calibrado con el paso de los años. Y de esta manera, dibujamos trabajosamente cientos de relatos sin más intención que escribir lo que sentíamos en aquellos días, necesitados de comunicación con las personas que más querías, las cuales se convertían con el tiempo en coprotagonistas de tus propias historias. Todo y nada podía escribirse al azar, las palabras debían ser seleccionadas con mimo y cuidado, pues ellas eran la luz y las sombras de tu propio yo escrito. Las historias, mezcla de ternura, efusividad, tristeza y en ocasiones melancolía, se sucedían en diversas secuencias temporales tratando de condensar los días. Pero si importante era el mensaje trasmitido, no menos notable era el continente que conformaba la carta, el cual podía ser fiel reflejo de esa arquitectura perfecta que podía representar nuestro estado de ánimo en función del tipo de letra elegido, la forma de la misma, la orientación, el color de los sobres o el tamaño de nuestra despedida y firma. Y así, con grandes dosis de paciencia, imaginación e ilusión, muchos de esos verdaderos tesoros epistolares fueron incluso acompañados por versos, fotografías o dibujos que mostraban el verdadero alcance de nuestra creatividad. Algunas de ellas, las más intimas, llegaron incluso a tener el perfume del remitente como recuerdo imperecedero de la persona amada. Otras, podían verse acompañadas de hojas troqueladas formadas por diferentes capas de tus propios sentimientos y deseos. Pero el proceso no había terminado, pues tras el esfuerzo de llenar el espacio de contenido, venía ese momento litúrgico de doblar el papel, guardarlo en el sobre y meterlo en un buzón para que llegara a su destinatario unos cuantos días o semanas después. El periodo de tiempo que trascurría entre el envío de una carta y la llegada de su respuesta permitía un lapso de reposo, donde la vida seguía transcurriendo, alimentada sin saberlo por el ansia de la carta siguiente. Creo que todo ello nos enseñó a no confundir lo urgente con lo importante y a cultivar la paciencia como estímulo para seguir ahondando en el conocimiento del otro sin importar la distancia y el tiempo. En la actualidad siguen existiendo clubes de cartas, gente que se dedica a escribirse de puño y letra, a esperar con paciencia mensajes que siguen recorriendo un camino trazado por buzones, empleados de correos, carteros y agentes del azar que siguen dando un sentido romántico al género epistolar pues… “Una carta te hace sentir inmortal, porque es solo la mente del amigo, sin el cuerpo”. Emily Dickinson