Hasta hace nada, iniciaba septiembre con espíritu de estudiante y recitaba aquella frase de: para los que hemos sido estudiantes la mayor parte de nuestra vida… y resulta que ya no. Ya no la puedo seguir diciendo porque no es verdad. La vida ha ido pasando y la mayoría de lo que he vivido he sido persona unas veces currante, otras veces currada, pero la etapa de estudiante se quedó muy atrás ya y, además, es una etapa más o menos corta comparada con el resto de etapas que he vivido. No me hagan hacer cuentas, que tampoco hay que ensañarse con según qué aspectos de la vida.
Hay que dejar claro que una cosa es ser estudiante y otra muy diferente es seguir aprendiendo. Estudiante formal, pues lo que digo, hace tiempo que dejé de serlo. Lo de aprender es harina de otro costal. A esa faceta me niego a renunciar. Aprender cualquier cosa es uno de los principales motores de motivación en mi día a día. Y me da la sensación de que si llega el día en el que ya no me apetezca aprender más, ya poco sentido le encontraré a estar por esta roca que da vueltas.
La cuestión es que septiembre huele a libros y a lápices recién afilados. A listas de materiales y libretas que hay que comprar. A subirse las mangas para sacar el rollo de plástico adhesivo para forrar los libros y procurar una buena técnica que haga que no se acumule el aire y quede todo lleno de burbujas. La banda sonora de este mes son los suspiros de los progenitores que hacemos ingeniería financiera para acomodar tanto gasto, y que también hacemos tretis con las obligaciones, las extraescolares y todo lo que llevamos a cuestas. Y yo solo tengo una estudiante a la que atender. Abrazo reconfortante a todas las familias de más de un estudiante que afrontan este mes con la mejor cara posible.
Suelo abordar el mes como si fuera un ensayo de poner el contador a cero. Volver a acomodar rutinas, implantar hábitos… la comida saludable y todos los buenos propósitos que nos hicimos en enero y que se nos han olvidado por el camino. Intentar recuperar de alguna forma todo el tiempo y los resbalones que hemos ido teniendo durante el año.
Septiembre a mí me hace sentir esperanzada, con la sensación de que todavía podemos arreglar el año, de que no todo está perdido.
En este caso, a mí, la esperanza me sabe a pan de plátano.
Para hacer un pan de plátano se necesitan tres plátanos maduros. No maduros de los que están amarillos. No. Los que necesitamos son los que están requetemaduros, que por fuera son de color marrón. Los que se van quedando solos en el frutero. Van pasando los días y a nadie parece interesarles. Están blandos al tacto y casi no se pueden pelar bien porque según los tocas, se deshacen. Esos plátanos se van quedando solos en el frutero a la espera de que alguien asuma la responsabilidad de tener que darles traslado a la basura. A primera vista, no tienen ningún futuro pero en realidad con esos plátanos sale un queque espectacular. Todavía hay esperanza para ellos.
Un pan de plátano se hace con esos tres plátanos desahuciados, azúcar blanca y morena, un par de huevos, aceite de oliva, harina y un poco de bicarbonato o levadura. Le puedes poner una buena cucharadita de canela y ya tienes la masa lista. Una buena sacudida con unas varillas y podrías dejarlo así, pero ya sabes que aquí buscamos ese pequeño detalle que hace que nadie se olvide nunca de tu queque. A esa mezcla le añadimos un buen puñado de nueces y otro tanto de perlitas de chocolate y, ahora sí, al horno. La casa huele a gloria y ya tienes la merienda para esos primeros días de cole.