OPINIÓN. «La isla que viví», por Nereida Calero

Acampar en el Cotillo, ni siquiera dormías allí. Montabas una casetita de campaña, a los tres días volvías y allí estaba.

El coche dormía con las llaves puestas. Ahora no estás segura ni en tu casa.
Ibas con tu abuelo caminando, con sus burros, hasta Mazo. Enarenados cuidados, con la esperanza de que las higueras tuviesen fruta. Allí pasaba la mañana plantando para volver a Las Paredejas. El pueblo quedaba lejos. Ahora ya no queda espacio para dedicar a la agricultura. Lo hemos llenado de asfalto y edificaciones. Soberanía alimentaria… En poco tiempo, que me digan dónde podríamos cultivar si las tierras más productivas desaparecen bajo el cemento.

Los niños jugaban en continuo contacto con la naturaleza. Eso era sano, llenaba de energía. Daba igual playa, montaña o fragoso.

Paisajes abiertos, oías a lo lejos el ruido de cualquier animal: una cabra, pájaros (los diferenciabas a todos), un perro, un burro, gallinas. Conocías hasta el significado de sus ruidos. Los aprendías desde pequeña. Y además cómo plantar, cómo arar, cómo tostar, hacer higos, porretas, pasas, calar o hacer un sombrero de palma o de trigo, que ahora es un juguete para una romería.

Acababa el día y la gente se sentaba fuera de sus casas a hablar, a mirar el cielo, el horizonte, las estrellas y contar historias.

Se compartía, se era generoso. Te preocupabas de que tus vecinos estuviesen bien. Ahora ya ni sabes quién vive al lado. A veces, ni te importa demasiado.

Plantar ni se nos ocurre. Da mucho trabajo. Ya en el súper nada sabe a nada. Hasta el punto de dar tanto valor a lo que llamamos “agricultura ecológica” y que no es más que lo que fue normal: salir a “la arena” de tu casa a coger lo que necesitabas para el potaje, la ensalada o para hacer una infusión porque llegaba una visita.

Muchos dirán que estoy loca y que menos mal que todo quedó atrás. Pero la realidad es que todo era sano, auténtico, una vida real y con sabores. Fresca, sana. Desde el aire hasta el agua.

Sin radiaciones, sin apenas ruidos.

Y ahora ahorramos para ir de vacaciones a buscar eso. Claramente es un lujo donde siga existiendo.

Y ya, si hablamos de territorio, el panorama es escalofriante.

Mi isla, mi niña. ¿Qué le hemos hecho? ¿Qué le estamos haciendo?

Desde hace algo más de 20 años empezó el disparate.

Primero todo significó una mejora de la calidad de vida, sin duda. Posibilidades de estudiar, de comprar, disfrutar, comer fuera y hasta viajar. Pero llegan la especulación, la ambición desmedida y el ahogar nuestro tesoro, pensando que es inagotable y que aquí no pasa nada. Ahora nos escandalizamos. Un disparate por todos lados. Nombrar cualquier ámbito diciendo que se controle, supone dispararte en la sien. Porque queremos orden, pero a nosotros que no nos toquen. Y ya somos demasiada gente haciendo, en muchos casos, lo que nos da la gana.

Primero nosotros, los que aquí vivimos. Y luego las empresas, multinacionales o gente con dinero que viene a rentabilizar o hacer aquí lo que no le permitirían en el lugar del que vienen.

Parar ahora: difícil, tarde para reparar el daño causado y, sobre todo, antipopular. Un descontrol de tal magnitud, que un mínimo paso para reconducirlo provoca una reacción, ya en grupos de protestas, que aun sabiendo que no llevan razón, provocan que esto no tenga fin.

Ya nada será igual, todo queda en añoranza.